Buenos Aires, ARGENTINA - Diciembre 2041 (Idioma original)

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El presidente argentino desvió la mirada hacia la pantalla gigante cuando apareció la bandera uruguaya. Martini frunció el ceño y, dudoso, decidió atender.

—Buenos días —sonrió Alejandro Galván, mate en mano y una enorme sonrisa en sus labios. Una sonrisa nerviosa, por cierto. Su par argentino se armó de paciencia.

—Buen día —contestó secamente—. Recuerde que su... país se encuentra en serios conflictos diplomáticos con la República Argentina. Sólo le atendí porque, honestamente, estoy aburrido. ¿Qué quiere?

—Señor Martini, no olvido todo lo que ha ocurrido. Pero lo videollamo para limar asperezas y resolver conflictos —dijo Galván. Su interlocutor lo miró fijamente mientras le ponía una cucharada de azúcar a su taza de café. Galván se llevó la bombilla del mate a la boca y absorbió. Luego se alejó la bombilla y volvió a sonreír, pero enseguida se puso serio—. Martini, le voy a confesar algo. Algo que no le he contado nunca a nadie. Y contárselo a usted será una muestra de que de verdad deseo limar asperezas y resolver los conflictos entre nosotros.

—Lo escucho —dijo el presidente argentino con cierta curiosidad.

—Eh... Lo cierto es que no sólo tenía un micrófono y una cámara en su despacho —confesó Galván. Martini levantó las cejas y oyó con más atención—. También tengo un micrófono y una cámara en... el despacho presidencial de Paulo Joacunda.

"¡Bingo!", pensó Martini. Miró a su interlocutor con cierto destello de triunfo.

—Y... —dijo.

—¿Y qué? —preguntó el uruguayo.

—¿Dónde más, Galván? Hable, ya estamos acá...

Galván cerró sus puños con fuerza y soltó un leve suspiro.

—Chile, Paraguay, Bolivia, Venezuela y México.

Gabriel Martini levantó aún más las cejas y abrió la boca.

—Ah, bueno... Tengo que confesar que me dejó impresionado... La tecnología uruguaya... Bien ahí, eh. Sabe que esto podría utilizarlo en su contra, ¿no?

—Sí, ya lo sé. Pero le digo que le confieso esto, con todas las cartas sobre la mesa, para que se olvide de lo que pasó, del error que cometí —dijo Galván—. Para que la Argentina y el Uruguay vuelvan a tener buenos vínculos políticos y económicos.

Martini miró hacia arriba cuando oyó el ruido de una mosca, y siguió su camino con la mirada. Unos segundos después, regresó la vista a la pantalla.

—¿Tiene algo más para decirme, Galván? Porque estaba aburrido pero usted me aburrió más. Quiero terminar un crucigrama.

El mandatario uruguayo se puso rojo de furia.

—Sí, me quedó algo para decirle —dijo—. Comencé confesándole lo de Brasil porque resulta que oí cuando Joacunda le dijo a su ministro de Guerra que va a aprovechar el trasfondo de la guerra entre Oriente y Occidente y, ahora que está por terminar de reorganizar su ejército y sus fuerzas armadas, movilizará todo nuevamente hacia el sur para destruir la República Argentina. Sí, así mismo como lo escucha. Incluso habló de bombardear Buenos Aires y tirar abajo el Obelisco.

El presidente argentino se había quedado mudo. Miraba a su interlocutor fijamente, aunque en verdad tenía la mirada perdida.

—Y esto se lo cuento porque quiero ayudarlo —agregó Galván—. Porque a pesar de que usted no me cae muy bien, y detesto la soberbia y el ego argentinos, considero que ese hombre está loco de verdad y no puede masacrar a una población inocente, así como así.

Martini asintió levemente con la cabeza, aún con la mirada perdida.

—Y...

—Está bien, está bien —el argentino interrumpió al uruguayo—. Gracias por... contarme esto... Ahora... Tengo que irme. Chau.

Martini cortó la comunicación. Pasó los siguientes minutos sentado en su asiento. Quieto, congelado. Pasaban los segundos y seguía sin poder creerlo.

Sus ojos se humedecieron y su cuerpo comenzó a temblar levemente. Agarró de inmediato su caja de cigarrillos y, nuevamente, un montón de hechos y frases comenzaron a pasar por su cabeza. 

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