Londres, INGLATERRA - Enero 2042 (Traducción del inglés)

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El primer ministro inglés, Josh Clinton, sonrió ligeramente al ver al presidente estadounidense en la pantalla gigante.

—¿Cómo le va, Wellington? Es la hora del té —dijo Clinton antes de llevarse su taza de té a la boca. El hombre negro le echó un vistazo a la bandera británica que estaba de pie detrás del rubio, y sintió pena. La imagen enmarcada de la ciudad de Puerto Stanley era aún peor.

—Todo bien de este lado, supongo. Feliz de que los frentes de guerra se hayan apagado. ¿Cómo está usted, Clinton? —interrogó Wellington.

El inglés se encogió de hombros.

—Bien, supongo. No me gustó en absoluto la videollamada que tuvimos el otro día con el ruso y sus... amigos. No me trataron como corresponde, me tomaron como un segundo, como alguien sin importancia... —Wellington puso los ojos en blanco disimuladamente—. Y por supuesto, no estoy de acuerdo con que se salgan con la suya, después de todo el daño que han hecho. Pero sé que no podemos hacer nada contra ellos que no desencadene una guerra nuclear. Y a pesar de que esta vida no me encanta... Por ahora me quiero quedar aquí.

El presidente norteamericano asintió levemente.

—Pienso como usted. Ojalá las cosas no quedasen así. No se puede "fabricar" un virus así porque sí y acabar con la vida de miles de personas sin sufrir represalias, pero... Lamentablemente no hay nada que podamos hacer al respecto. Son, mal que nos pese, Estados muy poderosos.

—Sí, ya veo... —asintió el primer ministro, pensativo—. Pero si hay algo bueno que puedo sacar de todo esto, es que el presidente de Argentina está al borde de la muerte.

Lo dijo con tanta naturalidad y liviandad que el presidente Wellington sintió terror.

—Por favor, cómo va a decir algo semejante...

—Bueno, es sólo una broma, Wellington —contestó Clinton, aunque su interlocutor sabía que no se trataba de una broma—. Que pase lo que tenga que pasar. Y si se tiene que morir... Bueno, ¡qué pena!

Wellington tragó saliva.

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