Brasilia, BRASIL - Febrero 2041 (Traducción del portugués)

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Paulo Joacunda era un hombre pálido, de cabello bien negro y corto, y ojos aún más negros y sumamente penetrantes. Era descrito por sus amigos, secretarios, ministros y otros colaboradores como una persona de "nervio sensible": tenía un carácter extremadamente fuerte y muchos sentían temor de que presidiera ni más ni menos que el inmenso Brasil.

Detrás de su gran escritorio había un mástil con la bandera de la República y otro mástil con el estandarte presidencial, a imitación de las banderas que había en el Despacho Oval. Además, había cartel que decía, en letras bien grandes: "BRASIL. PATRIA AMADA". El señor Joacunda aseguraba amar su país, pero siempre tenía una gran cara de perro, seguramente por lo estresante que resultaba gobernar un Estado tan grande y con tanta población.

Había un país en el mundo que Joacunda aborrecía con toda su alma, y a pesar de que había motivos políticos y económicos entre las razones, la causa principal del profundo odio de Joacunda era más bien un tema personal y provenía del pasado.

—¡AAAAAAAA! —gritó mientras daba vueltas con un dardo en mano. Se detuvo, arrojó el dardo y este fue a dar en el ojo derecho de un sol dorado de treinta y dos rayos, dieciséis de ellos, flamígeros, y los otros dieciséis, rectos—. ¡Sí, en el derecho! ¡Pero la próxima debo darle a la nariz!

Alguien golpeó la puerta del despacho y el presidente Joacunda la miró con odio.

—¡¿Quién?! —gritó.

—Soy yo, señor —respondió un hombre del otro lado de la puerta.

—¡¿Quién es yo?! ¡Ah, sí, pase!

La puerta se abrió y un hombre gordito entró. Usaba un cubrebocas blanco.

—Con permiso.

—Sí, sí. Siéntese —dijo el presidente de la República Federativa de Brasil, que nunca usaba cubrebocas, mientras se encaminaba a su asiento. El otro hombre subió y bajó la cabeza antes de acatar la orden—. Le recuerdo, señor, que es usted mi ministro de Relaciones Exteriores y está en este puesto por recomendación más que otra cosa. ¡Yo apenas lo conozco! Y esto de los imbéciles del sur que se quieren independizar, ¡me está acabando la paciencia!

—Sí, sí, es un problema que tenemos desde hace... tiempo —dijo el hombre regordete. El señor Joacunda lo miró como si lo fuera a asesinar.

—¿Desde hace tiempo? ¡Ese maldito problema lo tenemos desde que nos independizamos! —gritó el presidente. El hombre gordito subió y bajó la cabeza, nervioso. El señor Joacunda se tranquilizó antes de volver a hablar—. En estos últimos años la cosa fue empeorando... ¡Y yo no voy a permitir que formen una nación independiente! O peor... ¡que se unan a ese microestado lleno de vacas! —el ministro frunció el ceño—. ¡O peor! ¡¡Que se unan a...!! Ni lo voy a nombrar —dijo el presidente lanzándole una mirada de furia al sol a donde había lanzado el dardo hacía un momento.

—Señor Presidente... No estoy muy seguro de qué espera que haga —dijo con temor el ministro. El señor Joacunda lo destrozó con la mirada nuevamente.

—¡Si es por mí, suelten al ejército, los tanques, los aviones y todo lo que tenemos! Para algo somos la potencia militar de la región, ¿no? Bueno, podemos con esos tres estados de porquería. ¡No permitiré que se independicen!

—Señor Presidente, el que se independicen va en contra de lo que dicta nuestra constitución. El Sur es Mi País lo sabe, pero aun así buscan la manera de... separarse. Ya sabemos que la población de esos estados, en su amplia mayoría, apoyan con firmeza la idea, pero... no les será tan fácil. Los gobernadores no los apoyan, nunca los apoyaron, y usted, como presidente de Brasil, tiene el monopolio de la fuerza. Ellos no buscan unirse a ningún país actual, sino que buscan crear una República autónoma, al estilo de la República Riograndense o la República Juliana.

El presidente Joacunda observaba a su ministro con notable cansancio.

—No me diga las cosas que yo ya sé. Encárguese de negociar con esos rebeldes, o enviaré al ejército. Total —el hombre se rio apenas—, siempre me parece buena idea enviar el ejército al sur.

El ministro de Relaciones Exteriores apenas parpadeó. Entendía a qué se refería el presidente, pero consideraba que romper el equilibrio continental era una idea absurda e innecesaria.

—Hablando de eso... Por favor, dígale al señor Prieto que quiero hablar con él más tarde. Creo que de ahora en más tendré reuniones con él más seguido —dijo el presidente Joacunda. El hombre regordete tragó saliva; el señor Prieto era el ministro de Guerra del Brasil.

—Señor Presidente, con todo respeto... ¿Usted está planeando...?

—Señor Rumond, usted es ministro de Relaciones Exteriores y yo soy el presidente. Creo, entonces, que no es necesario comentarle quién toma las decisiones aquí.

—S-sí, pero... ¿Por qué tanto empeño en...?

—Ya cállese, hombre —lo interrumpió el señor Joacunda—. Esto... La verdad es que esta charla que hemos tenido no me ha hecho sentirme mejor, si le digo la verdad. Tengo un grave problema ahí en el sur. ¡En el sur, siempre es el sur, maldito sur! Ahora bien, si no tiene más nada para comentar...

—Sí, algo más —dijo el señor Rumond. El presidente lo miró con expresión de cansancio.

—Diga.

—Países europeos, como Inglaterra, Francia y Alemania, cuestionan algunas medidas tomadas por... su gestión. Lo acusan... Bueno, lo que estuvimos hablando el otro...

El hombre se interrumpió cuando el presidente se levantó de su asiento con todas sus energías. Tomó otro dardo, que estaba sobre su escritorio, y lo lanzó hacia una hoz y un martillo que estaban junto al sol dorado. La hoz y el martillo, que estaban entrecruzados, eran también color oro y estaban sobre un fondo rojo.

—¡Estoy harto de que me tilden de socialista! ¡Soy más capitalista que todos ellos juntos! ¡Que esté un poquito más a la izquierda no significa que haga las cosas mal! Yo no sé qué es lo que se piensan, que voy a llevar a Brasil a ser lo que fue Venezuela, ¡pero no! Conmigo Brasil mantiene su espectacular crecimiento, ¡es un país lleno de oportunidades! ¡Brasil, patria amada! ¡No soy socialista, no soy comunista!

—Sí, sí, Señor, yo sé eso, pero... Bueno, no hay que darle importancia a lo que dicen...

—¡Por supuesto que no! —exclamó el señor Joacunda—. Con esto de la pandemia todos se ponen a mirar para afuera y criticar se vuelve algo interesantísimo. ¿Qué quieren que haga? ¿Que me copie de todas las medidas que toman los europeos como hace...? —el hombre puso cara de asco—. Ni lo voy a nombrar, es mala suerte.

—Sí, bueno —dijo el señor Rumond poniéndose de pie. Era evidente que se quería ir—. Será mejor que me vaya, Señor. Antes quería comentarle que parece que la medida que ha tomado... —el hombre se interrumpió. El presidente de Brasil había evitado nombrarla, pero ahora se hacía necesario—, la medida que ha tomado Argentina de encrudecer el Código Penal en algunos...

El señor Joacunda se echó a reír con fuerza, como solía hacer.

—Por favor... Si usted supiera... A ese hombre le carcome la culpa... Y por favor, no me nombre a ese país estando en este lugar, ¡es un despacho sagrado! Ahora, puede retirarse.

El señor Rumond subió y bajó la cabeza antes de encaminarse a la salida. El presidente se le quedó viendo la espalda hasta que desapareció. Luego se encaminó hacia una ventana y se quedó mirando para afuera por un rato. Sus ojos apenas se humedecieron y enseguida sacudió la cabeza.

De pronto una pantalla gigante bajó del techo y apenas iluminó la habitación con los colores azul y oro. La pantalla no tuvo oportunidad de hablar antes de que el hombre, con todas sus energías, gritara:

—¡RECHAZAAAR!

Golpeó con fuerza el escritorio, sobre el que había una fotografía enmarcada del presidente Joacunda jugando al golf.

—Entendido —dijo la gran pantalla antes de volver a elevarse.

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