Brasilia, BRASIL - Diciembre 2041 (Traducción del portugués)

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Paulo Joacunda levantó la vista del pequeño espejo que estaba sobre su escritorio —el cual había utilizado para peinarse— para mirar, sonriente, a su ministro de Guerra.

—¿Qué es lo que te tiene tan feliz? —le preguntó este.

—Lo que está pasando en el mundo, claro está —contestó el presidente de la República Federativa de Brasil—. Me encantan los problemas, ¡me encantan las guerras! Ese negro de Wellington decía "ay, que haya paz, que haya paz, seamos todos hermanos" y qué sé cuánto más. Y ahora quiere que estemos todos unidos... pero para "coordinar esfuerzos" y "unificar fuerzas". Por supuesto, cuando están en juego sus intereses, los intereses de los Estados Unidos, entonces sí es válida la guerra.

—Paulo, ¿de qué intereses hablas? Rusia y sus aliados en efecto han creado un virus para matar a la población. Por supuesto que todo Occidente debe estar unido para condenarlos. ¡Es una locura lo que han hecho!

—Bueno, pues Brasil también está bastante poblado —dijo Joacunda con cierta ironía, aunque su ministro sabía que no hablaba en serio—. Y te digo que estoy a favor. Sí, que haya guerra. Es la distracción perfecta para, ahora sí, enviar todo el conjunto de mis fuerzas armadas al sur.

—¿Qué estás diciendo, Paulo? —preguntó el señor Prieto con cierto temor. Su interlocutor lo miró fijamente.

—Hemos sofocado exitosamente la rebelión de los insurgentes del sur. Estoy reorganizando el Ejército, la Marina y la FAB para dinamitar la Argentina. Y escucha esto: he ordenado a los mejores científicos del país que por fin construyan una bomba nuclear que utilizaremos para tirar abajo el Obelisco y destruir Buenos Aires hasta que no queden más que cenizas.

Jacobo Prieto miró a los ojos a Paulo Joacunda para tratar de comprobar si se había vuelto loco o no. Joacunda desvió la mirada.

—Paulo, mírame a los ojos.

—No.

—Paulo, ¡mírame a los ojos!

Joacunda puso los ojos en blanco, pero finalmente miró a su interlocutor.

—¿Qué quieres?

—Tú no quieres hacer eso.

Joacunda echó el asiento hacia atrás y se puso de pie enseguida.

—Ya fue suficiente, puedes retirarte —dijo.

—No —Prieto también se puso de pie—. No hasta que hablemos bien. Paulo, ya es suficiente. Tienes que decirme qué está pasando. ¡No permitiré que masacres a tanta gente sin ningún motivo! El presidente argentino no te ha hecho nada. ¡La Argentina no te ha hecho nada malo! Ya es suficiente.

—Jacobo, no quiero oírte —contestó Joacunda—. Será mejor que te vayas. Ya conversaremos en otro momento.

—¡No, ahora! Paulo, ya basta. Termina con todo esto. Porque no...

—No quiero escucharte más, Jacobo. Retírate, por favor.

—¡Paulo, no...!

—¡Que te retires!

El ministro cerró sus puños con fuerza, soltó un suspiro, dio media vuelta y finalmente salió del despacho. Paulo Joacunda se le quedó viendo la espalda. Parpadeó y se frotó los ojos. 

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