Washington D.C., EEUU - Julio 2041 (Traducción del inglés)

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Era el 4 de Julio. El presidente Wellington acababa de regresar a la Casa Blanca luego de presidir el acto usual por el aniversario (en esta ocasión número 265) del día de la independencia. Mientras revolvía el café, esperaba a que el primer ministro inglés atendiera su videollamada.

—¿Cómo está, Wellington? —dijo Josh Clinton apenas apareció en la pantalla gigante.

—Bien, bien, ¿cómo está usted? ¿Hay alguna novedad respecto al espionaje sobre Rusia? Hace un momento he hablado con la CIA pero no me han comentado nada nuevo.

—No, no, no hay nada de este lado tampoco —contestó el primer ministro inglés—. Pero me han llegado noticias sobre la vacuna argentina. Bueno, de esto hace días.

—Sí, pero no tuvimos oportunidad de hablar antes —dijo el presidente Wellington antes de llevarse la taza de café a la boca.

—Debo decir que estoy, eh, sorprendido.

Wellington movió la cabeza.

—Sí, supongo que es algo... sorpresivo, pero no tanto —dijo—. Lo primero que pensé yo, cuando me dijeron que otro país americano estaba produciendo una vacuna, fue que se trataba de Canadá. Sonará horrible lo que diré a continuación, pero mi mente había automáticamente descartado la región que va desde México hasta la Antártida.

El ministro inglés se echó a reír.

—Eso sonó gracioso —dijo.

—Sí, sí —dijo Wellington moviendo la cabeza otra vez—. Pero no es tan sorpresivo —repitió—. Debe recordar usted que la Argentina sigue siendo la única nación latinoamericana con un centro de investigación y enseñanza científica entre los diez mejores del mundo, y el país en la región con más premios Nobel en ciencias.

—Sí, por supuesto —admitió el mandatario inglés, aunque se veía algo incómodo. Wellington lo miró con atención y se rio.

—Usted sigue algo molesto por lo de las Malvinas, ¿verdad?

Clinton movió la cabeza, a cara de perro, y dijo:

—Volvamos al tema principal. Esto de que la Argentina esté produciendo una vacuna es bueno, ¿no?

—Sí, por supuesto. Argentina podría cubrir la demanda de América latina mientras yo me encargo de, bueno, Estados Unidos, que ya tiene bastante población, y Canadá en principio. Quizá México también, porque tiene mucha población, y con Brasil y los demás países... No creo que Argentina produzca tantas dosis tan rápido —dijo Wellington.

—Sí, e Inglaterra se encargará de Europa —dijo Clinton—. Bueno, de la parte de Europa que me agrada.

Wellington se rio. El primer ministro inglés era áspero y ácido, pero su humor le agradaba.

—¿Y ya se ha enterado de las dosis que tienen los rusos? —interrogó Clinton. Wellington se mostró interesado. Unos días atrás se había enterado, como todo el mundo, de que la Federación Rusa estaba también produciendo una vacuna, lo cual le dio mala espina al presidente norteamericano.

—No —confesó— ¿De qué habla?

—Los rusos —dijo el primer ministro acercándose a la pantalla— tienen ya diez millones de dosis.

Wellington abrió bien los ojos.

—¿Cómo hicieron tantas dosis tan rápido? —interrogó.

—Esa es la pregunta del millón —contestó Clinton—. Si quedaba alguna duda de si de verdad habían comenzado a producir la vacuna sólo hace pocos días... pues creo que esa duda se ha esfumado ya.

—No puedo creerlo —admitió Wellington enfocando su mirada en el café, que lo había dejado olvidado.

—Los rusos me tienen hasta la cabeza. Y sus aliados también, porque estoy seguro de que tiene aliados. En cualquier momento aparecerá el presidente chino diciendo que está produciendo una vacuna. Y a la semana tendrá cien millones de dosis y yo estaré piloteando el avión que arroje la bomba atómica.

—No diga eso, por favor. Dios quiera que no estalle una bomba.

—Dios se ha extinguido con la ONU, o está durmiendo hace meses —dijo Clinton con sorna. Wellington, que estaba horrorizado, se persignó—. Sí, sí, hágalo... Lo único que lamentaré yo es el té chino, que es el mejor de todos. Ah, ya estoy necesitando otro té.

—La verdad es que yo quiero que todo esto se resuelva de la manera más... pacífica posible —dijo Wellington, caviloso.

—Sí, eso queremos todos. Pero no lo sé, me estoy dando cuenta de que esta vida no es tan maravillosa como pensaba. ¿Sabe usted? Cuando uno se aburre de la vida, la verdad es que le da lo mismo que se acabe o no.

—¿Pero qué dice, hombre?

—Nada, nada, no me escuche. Bueno, creo que no hay nada más que le tenga que decir. Por cierto, he visto su acto por televisión y me ha gustado mucho —dijo Clinton—. La parte de las trompetas... Desafinaron un poco —Wellington, que estaba sonriente, asintió con la cabeza—. Pero la danza esa me gustó, y la decoración estaba espléndida.

—Ah, gracias, muchas gracias. No lo organicé yo, de todas formas —dijo Wellington—. La verdad es que tengo muchas otras cosas importantes en la cabeza. Y la parte de las trompetas... Sí, fue un desastre.

—Usted lo ha dicho. Bueno, ahora sí, si no tiene nada más para comunicarme...

—No, no.

—Avíseme entonces cuando Bolivia esté produciendo su vacuna —dijo Clinton con sarcasmo—. Como viene la cosa...

Wellington se echó a reír.

—No se crea usted —dijo—, que Bolivia se está poniendo linda con el presidente que tiene ahora.

—¿El vikingo? —preguntó el ministro inglés. El presidente estadounidense soltó una carcajada.

—Sí, ese. En cualquier momento hace de Bolivia una potencia regional.

—Bueno, con más razón lo de la vacuna. Pero no, en serio, espero que nadie más aparezca con vacunas. Sonará terrible lo que diré, pero prefiero cuando todos se arrodillan y te extienden la mano llena de dinero para que yo les dé la vacuna.

—Señor Clinton, por favor no diga eso —dijo Wellington—. Y no piense así. Hay que ayudar a la humanidad siempre que sea necesario.

El ministro inglés movía afirmativamente la cabeza con expresión de cansancio y aburrimiento.

—Me cuesta admitirlo, pero tiene usted razón —dijo—. Señor Wellington, no sé qué tiene usted pero cada día me agrada más.

Wellington se rio.

—Lo mismo digo.

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