Brasilia, BRASIL - Enero 2042 (Traducción del portugués e Idioma original)

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Paulo Joacunda era probablemente la única persona en toda la República Federativa del Brasil que quería de verdad emprender una guerra contra la Argentina. Al menos en la órbita del gobierno brasileño, ningún funcionario ni ministro le veía al accionar bélico algún beneficio. Al contrario, todos parecían coincidir en que la gran guerra que el presidente quería llevar adelante contra la Argentina sólo traería pérdidas humanas, materiales, económicas y... políticas y diplomáticas. Todos coincidían en que Joacunda no estaba midiendo las consecuencias, que atacar y bombardear otro país del continente sin motivo ocasionaría que los Estados Unidos y las grandes potencias se pudieran en contra de Brasil. Ni siquiera el vicepresidente, Joao Da Silva, estaba de acuerdo en hacer la guerra, pero lo cierto es que ese hombre no tenía ni voz ni voto y casi nunca se encontraba en la Casa de Gobierno.

Jacobo Prieto, el ministro de Guerra, era quien más veces había intentado hablar con Joacunda para quitarle de la cabeza la idea de la guerra. Pero Prieto, al igual que todos los que hicieron su intento, fue sucesivamente desoído por el presidente, quien le había ordenado al Ejército que volviera a ingresar en territorio argentino. A su vez, la Marina brasileña se dirigía nuevamente hacia el Río de la Plata. Finalmente, la Fuerza Aérea Brasileña preparaba el bombardeo a la ciudad de Buenos Aires. La destrucción de la Argentina era inminente, pero todos sabían que sería sucedida por la destrucción de Brasil en el escenario mundial. Todos menos Joacunda.

El ministro Prieto entró en el despacho presidencial sin golpear. Halló al presidente con las manos entrelazadas en la espalda, mirando a través de un gran ventanal.

—Paulo —dijo Prieto—, tienes una visita.

El presidente puso los ojos en blanco y dio media vuelta. Estaba al tanto de que el papa Venusplácido I vendría a visitarlo para recordarle la importancia de la paz y otras idioteces.

—¿Ya ha llegado ese viejo? Les ordené que no lo dejaran entrar —dijo Joacunda—. No quiero volver a escucharlo. ¡Es insoportable!

—Paulo, no podemos impedir la entrada del papa —contestó el ministro—. De todos modos, no es él quien ha venido a visitarte.

—Ah... ¿Y entonces quién demonios es?

El vicepresidente brasileño ingresó en el despacho; utilizaba un cubrebocas negro al igual que el ministro. Su semblante era serio y sus manos estaban en su espalda. Detrás de él entró el presidente de la República Argentina, que en persona era más bajo. Joacunda lo miró fijamente, y quedó congelado durante unos largos segundos. No podía creer lo que veían sus ojos.

—Buenas tardes —dijo Gabriel Martini, en español. Utilizaba un barbijo blanco.

—Los dejamos solos —fue todo lo que dijo el señor Prieto antes de dar media vuelta y salir del despacho. El vicepresidente de Brasil salió del despacho junto a él y luego cerró la puerta.

Joacunda desvió la mirada. Estaba pálido. El presidente de la Argentina se dirigió al escritorio presidencial y tomó entre sus manos el cubo de Rubik.

—Dejá eso —dijo Joacunda en su español rioplatense, sin mirar a su interlocutor.

—Paulo, vine para que les ordenes a tus fuerzas armadas que den marcha atrás, que se retiren de la Argentina. Esta guerra es absurda y todos lo saben, incluidos tus propios funcionarios, ministros... ¡y el vicepresidente! —dijo Martini.

—¡Esos traidores! ¡Los echaré a todos a patadas!

—¡No, Paulo, ellos están haciendo lo correcto! Me contacté con ellos porque sabía que nadie quiere esta guerra estúpida, sólo vos. Y es tiempo de frenarlo. ¡Tenés que parar esto ya mismo!

El presidente brasileño estaba rojo de furia. Se acercó a su par argentino y lo miró fijamente.

—¡Dejá ese cubo, es mío! ¡Mío! ¡Dejá de agarrar las cosas que son mías!

Gabriel Martini miró a los ojos a Paulo Joacunda, dejó pasar unos silenciosos segundos, y luego dijo:

—Este será tu cubo. Pero también era mío, de cuando éramos chicos. Y ahí sí que éramos los dos iguales. Dos chicos con sueños. Y a lo mejor ¿quién te dice? Eran los mismos sueños. Vos soñabas con ser presidente y yo soñaba con ser astronauta. Y sé que nunca me perdonaste lo que les hice a mamá y papá. Yo tampoco me lo perdono al día de hoy. Pero vos sos mi hermano, siempre lo fuiste y siempre lo vas a ser. Y no podemos dejar que esto siga arruinándose. No podés permitirte matar a tanta gente inocente sin motivo. Paulo, no podés.

Joacunda bajó la mirada. Cerró los ojos con fuerza y se dio vuelta.

—Andate, por favor —dijo, de espaldas al argentino.

—Paulo, por favor.

—Andate. Por favor.

Martini se quedó mirando la espalda de su hermano hasta que decidió acceder. Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta del despacho presidencial. Abrió la puerta y se encontró con el vicepresidente brasileño y el ministro de Guerra. Les sonrió levemente y se alejó. El par entró en el despacho. El vicepresidente cerró la puerta.

—Paulo...

—¡Traidores! —exclamó Joacunda, dándose vuelta. Al señor Prieto le pareció que el presidente tenía los ojos algo húmedos—. ¡No puedo creer lo que han hecho!

—Paulo, ya es suficiente —dijo el vicepresidente, un hombre de pocas palabras—. No iremos a la guerra con Argentina, no tiene sentido.

—¿Por qué no me dijiste que Gabriel Martini, el presidente argentino, es hermano tuyo? —preguntó Prieto.

—¡Cállate, ni lo menciones! —exclamó Joacunda, con la voz levemente quebrada.

—Paulo, por favor.

—¡Salgan de aquí, por favor! ¡Necesito estar solo! ¡Solo!

—Pero...

—¡Salgan, por favor!

El ministro cruzó una mirada con el vicepresidente y, tácitamente, los dos se pusieron de acuerdo y salieron del despacho, cerrando la puerta detrás de ellos. 

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