Un hombre negro, calvo y robusto, vestido de traje, miraba a través de uno de los grandes ventanales del despacho presidencial de la Casa Blanca. Tenía sus manos en los bolsillos de su pantalón, y una mirada seria y perdida. Era un día soleado y sus ojos se dirigieron al sol para bajar de nuevo al verde del pasto. Cuando alguien golpeó la puerta de la sala, se dio vuelta, se colocó un cubrebocas que estaba sobre su escritorio y dijo:
—Adelante.
—Su Excelencia —dijo el hombre que entró, el cual también era negro aunque más delgado. Por supuesto, estaba usando cubrebocas—, aquí le traigo el documento que pidió, con la actualización de los datos del hantavirus al día de ayer.
—Gracias. Déjelo sobre el escritorio, por favor —dijo el hombre de traje, que era el presidente de los Estados Unidos de América y cuyo nombre era Ronald Wellington; había asumido sólo unos días atrás. El otro hombre acató la orden y luego se encaminó nuevamente a la puerta, pero fue detenido—. Espere.
—¿Sí, Su Excelencia?
El señor Wellington suspiró antes de arrojarse sobre su cómodo asiento.
—Cierre la puerta, por favor, y siéntese.
El hombre subió y bajó la cabeza, nervioso, y luego procedió a cerrar la puerta. A continuación se sentó en el asiento que estaba del otro lado del escritorio tras el cual se encontraba el señor Wellington. Sobre el escritorio, además de varios papeles y otros objetos, había una fotografía enmarcada de Wellington de pie, vestido formal, con la Casa Blanca de fondo.
—Se lo he preguntado a todo el mundo. Y se lo preguntaré a usted ahora —dijo. Su interlocutor lo miró con curiosidad—. ¿Cree usted que los rusos han... han fabricado este virus? Quiero decir, que no es nada accidental, usted me entiende —el hombre abrió la boca para contestar, pero el presidente continuó hablando—. Tengo a la CIA investigando todo esto. Creo que se están comunicando con el MI6. Yo soy el presidente de ni más ni menos que de los Estados Unidos y tengo que saber esto. Le diré la verdad, porque sé que entre usted y yo ya hay cierta confianza: yo no tendría problema en sacar los tanques y los aviones y enviarlos al este. O al oeste, por donde sea más práctico. La segunda guerra fría o como quiera usted decirle, pero es que estoy hasta la cabeza de los virus que importamos de oriente. Ya es agotador, ¿no cree usted? Hable, por favor.
—Eh... Pues, Su Excelencia, sé tanto como usted o menos que usted —dijo el hombre delgado—. Yo también estoy agotado de esto de los virus, creo que todos en el mundo lo están. Así que... ¿para qué crearían los rusos uno nuevo?
—Eso es lo que necesito saber. Hace veinte años le iniciamos un montón de juicios a China, ¿se acuerda usted? —dijo el señor Wellington. El otro hombre asintió—. Nosotros, Canadá, Europa y otros países también. Las organizaciones internacionales. Juicios y juicios. No sirvieron de mucho, la verdad. Los chinos ocultaron todo, pero yo estoy convencido de que el coronavirus fue hecho adrede por ellos. Y ahora esto... El hantavirus, hasta donde sé, nació en el lejano oriente. En Corea del Sur, si no me equivoco. ¿Me equivoco?
El hombre se encogió de hombros.
—No estoy al tanto, Su Excelencia.
El señor Wellington suspiró y luego sacudió levemente la cabeza.
—No lo sé, esto de que provenga de Rusia me hace mucho ruido. Usted me llamará paranoico, pero he hasta imaginado que hay... que hay una suerte de complot.
—¿Complot, dice? —el hombre se mostró confundido.
—Sí, complot digo, complot. Entre los países. Bueno, algunos países. Rusia encabezándolo, encabezando el complot.
—No entiendo a qué se refiere, Su Excelencia.
El señor Wellington se mostró impaciente.
—Me refiero a que Rusia se complotó con otros países, como China, para lanzar un nuevo virus y arruinarnos a todos la existencia —dijo.
—Mmm, con todo respeto: no creo eso posible, Su Excelencia. En tal caso los servicios de inteligencia lo hubieran descubierto en algún momento.
—No lo crea tan fácil, hombre —dijo el señor Wellington mientras hacía un movimiento de negación con un bolígrafo que tenía en la mano—. Los servicios de inteligencia no son tan perfectos como usted cree, o como todo el mundo cree. Ellos, además, no son imbéciles. No como usted cree, o como todo el mundo cree. Ay, santo Dios, ya estoy repitiendo las cosas de nuevo. Hágame un favor, tráigame un té. Bien caliente, por favor.
—¿Ahora? —preguntó el hombre algo confundido. El señor Wellington lo miró como si fuera estúpido.
—No. Cuando termine la pandemia. Sí, ahora —contestó. El hombre movió la cabeza de una forma extraña y se levantó enseguida.
—Muy bien, enseguida se lo traigo. Con su permiso...
Dicho esto, dio media vuelta y avanzó hasta la puerta. Salió de la sala y dejó al presidente muy pensativo. Se llevó el bolígrafo a la boca y comenzó a morderlo.
—Sisox —dijo. Una pantalla gigante bajó del techo.
—Sí, Su Excelencia.
—Comunícame con el MI6.
—Enseguida —dijo la pantalla. Acto seguido, el logo del MI6 (el servicio de inteligencia inglés) ocupó toda la pantalla, mientras el señor Wellington esperaba a que atendieran su videoconferencia.
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2041
Science FictionA fines de 2040, una nueva variante de un virus ya existente comienza a expandirse por todo el mundo, desde Rusia. Las agencias de investigación de las potencias de Occidente buscan desentrañar la verdad y aplicar represalias. Mientras tanto, una ab...