Paulo Joacunda dudó mucho antes de decidir asistir a la Reunión Interamericana de urgencia. El presidente Wellington había enviado una notificación a los mandatarios de todos los países americanos, diciendo que tenía algo muy importante que informar respecto a la pandemia de hantavirus. El presidente brasileño creyó que sólo era una excusa para repetirles a él y a su par argentino que detuvieran la guerra que estaba en marcha.
No hacía mucho que la guerra había comenzado. La Argentina llevaba la ventaja, pero eso no era una sorpresa para Joacunda; después de todo, el país austral había sido el de la ofensiva. Las tropas brasileñas aún estaban reaccionando. Joacunda había dado la orden de movilizar hasta el último soldado, desde el punto más septentrional del país, hacia el sur. No dudaba de que una guerra a gran escala, sin precedentes, tendría lugar.
La ciudad de Uruguayana estaba prácticamente destruida. Las fuerzas argentinas estaban avanzando ahora hacia la capital de Río Grande del Sur: Porto Alegre. Las tropas brasileñas, en cambio, aún no habían logrado penetrar el territorio argentino.
El ministro de Guerra brasilero, Jacobo Prieto, le insistió tanto al presidente que al final este decidió conectarse a la Reunión Interamericana, que debido a la urgencia se realizaría de forma virtual.
La pantalla gigante se dividió en numerosos y pequeños rectángulos donde aparecieron las banderas de los distintos Estados americanos. Rápidamente, dichas banderas fueron desapareciendo para mostrar a los líderes de las distintas naciones. El presidente uruguayo, Alejandro Galván, exhibió una sonrisa forzada mientras tomaba mate; el boliviano, Rafael Caligo, se veía tan serio y robótico como de costumbre. La presidenta paraguaya, Carmela Arayúñez, sonreía a la cámara y parecía estar saludando a la cámara, aunque Joacunda no sabía a quién demonios saludaba, y sintió vergüenza ajena. El mandatario venezolano, Carlos Crobato, tenía la cara tapada por unos papeles que al parecer estaba leyendo. El presidente chileno, Santiago Aricunda, miraba hacia la cámara sin mucho interés; su par mexicano, Rigoberto Beltrán, giraba el colorido sombrero de charro que tenía sobre la cabeza. Joacunda lo vio y frunció el ceño. Luego se fijó en el presidente argentino. Gabriel Martini, que estaba fumando un cigarrillo, tenía a sus espaldas no sólo dos estandartes presidenciales, sino también un mapa de América del Sur.
—Buenas tardes, veo que por fin están todos conectados —dijo el presidente Wellington, serio—. Espero no estar molestándonos, pero necesitaba comunicarme con todos ustedes para contarles la nueva. Tiene que ver con la pandemia que está en curso. La CIA, en colaboración con el MI6, ha descubierto algo terrible.
—¡Oh, Dios! —la presidenta paraguaya se mostró aterrada. Por un momento creyó que sus negocios fraudulentos con Petróleos de Venezuela SA habían salido finalmente a la luz.
—Es oficial —anunció Wellington, siempre hablando en inglés—: la nueva versión del hantavirus ha sido creada voluntariamente por científicos rusos, obligados por el gobierno ruso.
Todos los oyentes se mostraron sorprendidos, con excepción de la señora Arayúñez, que se mostró más tranquila. El asombro del señor Beltrán, por su parte, parecía algo fingido. El primer ministro canadiense, Francis Trotland, parecía ya estar al tanto de la noticia.
—¡¿Qué está diciendo?! —gritó Paulo Joacunda, en inglés—. ¡¿Es esto cierto?!
—Sí, por supuesto, señor —contestó Wellington—. No los habría convocado a esta reunión si no estuviera completamente seguro.
—¡Pero esto es terrible! —exclamó Santiago Aricunda, también en inglés—. Y sin embargo, creo que no me sorprende. Hace veinte años ocurrió exactamente lo mismo. ¿Cómo puede ser que sigamos permitiendo que estos locos fabriquen deliberadamente un virus? ¡Nuestros pueblos se mueren como si nada! ¡Esto es una locura!
—Pienso exactamente como usted, señor —dijo Wellington—. Es importante, ahora más que nunca, que estemos unidos y que luchemos como un equipo. ¡No podemos pelearnos entre nosotros! Debemos dialogar y ponernos de acuerdo en cuanto a cómo seguir. Por supuesto, los Estados Unidos, junto con varios Estados europeos, iniciarán juicios contra Rusia y sus aliados, cómplices... Y también iniciaremos una guerra comercial.
—¿Una qué? —preguntó la presidenta paraguaya, en inglés.
—Una guerra comercial —contestó el señor Trotland, con paciencia. El presidente chileno asentía con la cabeza.
—Reitero —dijo Wellington—, es importante que todos nosotros estemos unidos. Y en paz. Que seamos un solo equipo.
El presidente argentino, luego de ahogar su cigarrillo, agarró su taza de café y se la llevó a la boca. El asombro que exhibió su rostro al recibir la nueva, se disipó al parecer bastante rápido. En realidad, tenía la mente en otro asunto.
—Señores Joacunda y Martini, por favor, requiero su atención —dijo el presidente estadounidense. Los interpelados miraron a la cámara—. Están presentes aquí todos los líderes americanos. Estoy seguro de que ellos piensan como yo. ¿No les parece que es absurdo continuar con esta guerra? Señor Martin, por favor, le pido que ordene inmediatamente detener sus fuerzas armadas. El pueblo brasileño no puede pagar los errores cometidos por su presidente. Y en cuanto usted, señor Joacunda, será mejor que deje de producir la vacuna argentina cuanto antes.
Joacunda se puso rojo. Casi se abalanzó sobre su escritorio.
—¡NO! —gritó. Todos los mandatarios, con excepción del argentino, quedaron boquiabiertos—. ¡Ya es suficiente, los Estados Unidos no pueden seguir entrometiéndose en los asuntos de los demás países como si nada! ¡No puede usted decirnos lo que tenemos que hacer!
—¡Señor Joacunda, lo estoy diciendo por su propio bien! ¡Es absurdo que lleven a cabo esta guerra en este momento! ¡Una pandemia se está llevando por delante la vida de numerosas personas, de sus pueblos!
—Señor Wellington —Martini habló con su característica calma, en inglés—, ya le he contestado en el mensaje que le envié. La Argentina no tolerará este tipo de actitudes. Hasta que el presidente brasilero haga lo que tiene que hacer, la guerra seguirá su curso.
—¡Y con gusto! —exclamó Joacunda. Su ministro de Guerra, que estaba sentado a unos metros de él, lo miraba con los ojos bien abiertos—. Y ahora, si la noticia ya ha sido comunicada, el presidente de la República Federativa del Brasil se despide de ustedes.
Dicho esto, Joacunda cortó la comunicación y le ordenó a Sisox que regresara arriba.
—Paulo, ¡por el amor de Cristo! —dijo Prieto—. ¡¿Has visto lo que acabas de hacer?! ¡Le acabas de gritar al presidente de los Estados Unidos de América, enfrente de todos!
—¡Sí! —contestó—. ¡¿Y qué me importa?! ¡Ya estoy hasta la cabeza de que se crea que puede manejarnos a todos como si fuéramos títeres!
—¡Ya he oído suficiente! —dijo el ministro de Guerra, poniéndose de pie. Su interlocutor lo miró con cierto asombro—. Si no eres capaz de darte cuenta de que te estás hundiendo, entonces no me interesa ser tu ministro.
—¡¿Qué estás diciendo?!
—¡Todo esto es absurdo! Wellington tiene razón. La guerra debe detenerse ahora mismo. Y al gritarle no hiciste más que ponértelo en contra. ¡A uno de los Estados más poderosos del planeta!
—¿Y qué demonios quieres que haga? ¿Que le ordene a las fuerzas armadas que detengan su paso? Argentina está destruyendo Río Grande del Sur.
—¡Porque tú estás produciendo su vacuna! —contestó Prieto como si fuera obvio.
—¡Sí, claro, siempre es mi culpa! —el presidente brasileño golpeó con bronca su escritorio.
—A ver, Paulo, tranquilicémonos un poco. ¿Y si le propones una tregua a la Argentina? Una tregua que incluya, por supuesto, no seguir produciendo su vacuna.
—¡Eso nunca! Es muy importante producir esa maldita vacuna para poder vacunar a todos los brasileros. ¡Es lo que haría cualquier mandatario con pleno uso de sus facultades mentales!
—¡A ti te faltan varios caramelos en el frasco!
—¡Ya basta, Jacobo, ¿de qué lado estás?!
El ministro soltó un hondo suspiro.
—Honestamente, ya no lo sé —contestó.
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2041
Science FictionA fines de 2040, una nueva variante de un virus ya existente comienza a expandirse por todo el mundo, desde Rusia. Las agencias de investigación de las potencias de Occidente buscan desentrañar la verdad y aplicar represalias. Mientras tanto, una ab...