Benedict

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Erin estaba arreglando su cabello de una manera muy creativa. Su vestido nuevo, sus zapatos y su bolso estaban sobre la colcha raída de la cama de hotel. Todos sus ahorros habían ido a parar a eso, pero lo necesitaba para infiltrarse a la fiesta privada del FBI. Volvió a sonreír, pues ella sabía que terminando la fiesta sería millonaria. Decoró su peinado en forma de moño y dejando caer suaves caireles a lo largo de su espalda. Su vestido era de color rosa palo y tenía flores bordadas de los hombros a la cintura. Sus zapatos eran de color beige, y tacón alto... Lo suficiente como para sumar dos años a su edad. Se maquilló suavemente con sombra marrón y se delineo los ojos de una manera elegante. Sus labios los pintó con su nuevo lápiz labial Rosa pálido. Todo debía ser perfecto. Tenía la cantidad de un dólar y tres centavos sobre el tocador, y con eso seguramente no alcanzaría pagar un taxi. Y aún así se negaba a caminar. Los zapatos eran bonitos, pero toda su vida había usado zapatos bajos y sólo en condiciones especiales se ponía esa clase de Zancos... Y a pesar de todo, caminar con ellos le era pan comido, aunque como es lógico, al día siguiente no aguantaría los pies. Se levantó y se quitó la toalla que llevaba enredada al cuerpo, se puso un conjunto de lencería blanco, sólo en caso de que O' Hara necesitara medidas extremas. Se metió dentro del vestido, notando como se ajustaba perfectamente a su cuerpo. Los zapatos eran el complemento perfecto, al igual que la bolsa de diseñador. Era pequeña... Y ahí dentro llevaba tres navajas de aspecto letal, y una pistola pequeña con tres recargas. Erin no había tenido el tiempo suficiente de estudiar el lugar al que se dirigía, pero sospechaba que era pequeño, y que sería difícil asesinar a un hombre ahí sin armar un escándalo. Salió de su habitación, lista para enfrentarse a la noche y a los contratiempos que podría tener en un barrio bajo como aquel. Por suerte, para ella, un taxi estaba aparcado en la esquina. Se acercó contoneando su cuerpo para que el conductor la notara, aunque era difícil no hacerlo con ese vestido. Se acercó a la ventana, y el conductor, un hombre de mediana edad, comenzó a devorarla con la mirada. -¿Quieres que te lleve a algún lado?- comentó el hombre mientras la observaba embobado. Erin sonrió. -Si, pero verás... Sólo tengo un dólar y tres centavos, y necesito llegar al Bowery Ballroom- contestó. El hombre le abrió la puerta del copiloto. -Con eso está bien- susurró. Erin entró al taxi, y de inmediato, el tipo colocó una mano en su pierna. -Puedes pagarme de otra manera...- le susurró con voz depravada. Erin sonrió y le apuntó con el arma. -No creo maldito cerdo... Ahora conduce- lo amenazó. El taxista puso las dos manos en el volante, y comenzó a sudar de miedo. Erin reprimió una carcajada. El miedo era su mejor aliado. El miedo mutila con más rapidez que cualquier arma de guerra; el miedo, te paraliza, y te hace estúpido. El miedo te asesina.


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Benedict Wiplash trataba de acomodarse inútilmente la corbata. Normalmente su asistente se encargaba de eso, pero había enviado a la señora Merry a descansar. Ya era tarde, y supuso que lo estarían esperando en la fiesta. Su mansión lujosa estaba sumida en el silencio, y a excepción de su habitación, todo estaba en la oscuridad. A veces sentía la soledad como su única compañía. No se arrepentía del todo, pues le gustaba su trabajo. Pensó que la fiesta en realidad sería aburrida, con la misma gente de siempre, hablando de lo mismo, con sus demás compañeros y sus esposas compitiendo por ver quién había gastado más en su vestuario, o por los logros de sus maridos, y claro, una que otra señora necesitada de atención que estaría buscando compañía. Benedict suspiró y se acercó a la puerta de su mansión, dispuesto a salir. Su chófer estaba listo dentro del Lincoln negro con vidrios polarizados. Se giró para cerrar la puerta con llave, y ocultó todos sus sentimientos bajo esa máscara que tenía reservada para toda la gente dentro y fuera de la agencia. El chófer le dio un ojeada rápida y ocultó una sonrisa. Evidentemente, Benedict llevaba la corbata en un nudo rudo y poco elegante para un director de misiones especiales.

Cuando llegó, se limitó a entrar y a saludar a todas las personas falsas, arrogantes e hipócritas que se encontraban ahí. Él no se consideraba mejor que ellos, porque había ocasiones en que necesitaba comportarse de esa manera, en especial con su equipo de trabajo... Pero por lo menos él tenía la decencia de ser honesto, y no andar por ahí contando sus secretos o los demás.


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Harrison seguía en su oficina aún a esas horas de la noche. Le había pedido a sus sabuesos de informática que le dejaran todas las grabaciones del centro de aquel día para darles un vistazo. No perdía nada, y quizá encontrara lo que estaba buscando. Él no quería decirles, pero... no confiaba en ellos. Eran estúpidos y observaban sin analizar. Quizá la hija de Natalie había pasado justo frente a sus narices, y ellos ni la habían notado. Su café ya estaba frío, y comenzaba a aburrirle eso de ver todas las cintas de grabación. Aún no olvidaba aquella charla que había tenido con Benedict. Se estaba cansando de él. A Harrison se le daba muy bien eso de analizar a las personas, y desde que lo habían reemplazado, había comenzado a observar a su jefe. Sabía que lo que Benedict aparentaba era una mentira. En realidad era un hombre de 40 años, larguirucho y solitario que jamás había tenido a alguien a su lado. Ni siquiera en su familia era importante. Si no, estaría en el lugar de Charles. Harrison lo odiaba profundamente porque le había quitado su puesto, y aprovechaba cada que podía para restregarle sus errores a la cara al igual que todos. Le deseaba la muerte en secreto, porque si algo le sucedía a Benedict, él podría tomar de nuevo su puesto, y podría tener mas libertad en cuanto a atrapar a la chica.


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Benedict se acercó a Killian O' Hara, el encargado de las relaciones gubernamentales que tenían con Londres. Era un hombre gordo, calvo, y que siempre tenía un puro en los dedos. -O' Hara- saludó. Killian desatendió a dos mujeres que parecían prostitutas. -¡Hola, Benedict!- respondió, estrechando las manos. Benedict se disgustó por la compañía de Killian. Sonrió con crueldad y se alejó con él unos metros. -Oye, espera... mis nenas se preocuparán si no me ven- le susurró con malicia. Benedict lo miro con seriedad. -Killian, aquí tenemos a gente importante, no es ético que pasees por aquí con tus prostitutas ¿No pudiste esperar a salir de aquí?- exclamó un poco molesto. El hombre cambió su expresión, y se volvió seria. -Me importa un comino lo que piensen de mí, Benedict... vete al diablo- contestó Killian, y sin más, dejó a Benedict echando humo.


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Erin obligó al taxista a aparcar una cuadra después del Bowery Ballroom. Bajó aún apuntándole al hombre, quien estaba temblando de terror. -Tienes 10 segundos para largarte de aquí, y sabré si hablas a la policía, así que... adiós bizcocho- se despidió Erin, y sin más, el hombre arrancó a toda velocidad, pasándose el semáforo. Ella caminó al salón, sintiendo que su corazón se salia de su pecho. Guardó su arma en su bolsita, y trató de relajar sus músculos al llegar frente a las puertas. No había seguridad por fuera, lo que significaba que adentro todo estaría vigilado. Cerró los ojos, y se concentró en su tarea. Ella podía hacerlo. Era un arma. Una asesina poderosa sin piedad.

La Última JugadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora