Prólogo

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Escocia 2007
Natalie estaba impasible, mirando por la ventana hacia las grises colinas que rodeaban su casa de campo. El lago que estaba frente a la edificación estaba completamente en calma. Ni siquiera había viento, y eso de por sí ya era extraño porque en Escocia, en las colinas sobre todo, el aire frío hacia su presencia. Esa clase de aire que aguijonea tu piel y te hace temblar... Pero todo estaba en silencio. Los nervios de Natalie ya estaban a flor de piel. Sabía que vendrían por ella. Ellos vendrían por ella. Y no le iban a perdonar nada. Se retorcía las manos compulsivamente, pensando en cómo moriría y si había sido una buena idea abandonar Nueva York para ocultarse ahí. Ella y su marido Eric habían sido muy cuidadosos. Nada de tarjetas de crédito e identificaciones falsas. Ni si quiera habían hecho uso de sus celulares ni sus ordenadores portátiles... Pero la agencia ultra secreta para la cual trabajaban no era estúpida. Ellos siempre irían tres pasos adelante. Y eso era todavía un poco más aterrador. Natalie pensaba que quizá, solamente quizá, ella y Eric necesitarían meterse una bala en la cabeza para evitar ser arrestados y posteriormente torturados hasta la muerte. Habían encontrado información valiosa. Demasiado. Muchos secretos acerca del líder de la organización. Secretos que debían ser revelados. Pero habían confiado en la persona equivocada, y ahora, su mejor amigo, Harrison, los perseguía a ella y a su marido para asesinarlos. Natalie divisó a lo lejos la pequeña capilla que se alzaba en los terrenos. Escuchaba los latidos frenéticos de su corazón, y realmente deseó ir hasta allá para rezar un poco... O al menos, intentarlo. Sus pensamientos se encontraban en su esposo, que aún no había regresado. La última conversación que habían tenido no había salido bien y ahora tenía un nudo terrible en el estómago. Trataba de aferrarse a lo que Eric le había jurado; que nadie de la organización conocía aquella casa. Pero Natalie conocía a Harrison. Habían entrenado juntos, habían ido a misiones juntos, habían formado una amistad... y luego, cuando todo parecía marchar bien, Harrison se enamoró de ella. Y ella se enamoró de Eric. Y Harrison se había vuelto frío, agresivo, hipócrita y egoísta. Pero ella no lo había querido ver de esa manera porque era su amigo. Su mejor amigo. Por esa misma razón y para salvar aquella amistad que había durado muchos años, al encontrar los archivos comprometedores, ella había convencido a Eric de compartir los secretos a Harrison. Y después de eso, Harrison los había apuñalado por la espalda, y había organizado a toda una maldita red de espías y asesinos profesionales para que esa información jamás saliera a la luz. Un ruido sordo proveniente de las escaleras de la casa distrajo a Natalie de sus pensamientos. Dio un salto de miedo, pero pronto recuperó la compostura, al ver a su hija pequeña levantarse del suelo. Se había caído. Natalie quería ir a ayudarla, o al menos decirle que todo estaba bien... pero era incapaz de alejarse de la ventana. Eric no le había dicho cuándo regresaría y faltaban tan solo dos horas para que oscureciera. Lo peor era que él aún no estaba en casa. -Mamá ¿Podemos ir afuera?- susurró la niña, abrazándose a ella. Natalie acarició el cabello castaño de su hija de diez años, sintiendo el peso de la culpa y el remordimiento. Había involucrado a una persona inocente en una lucha que no terminaría bien. -Ahora no, cielo... ¿por qué no vas a tu cuarto?- le preguntó a su niña, separando sus ojos de la ventana. Su hija estaba pálida, seguramente por el frío infernal de la casa. No podía arriesgarse a encender la chimenea... y el uso de la electricidad no era una opción en mitad de la nada. -Quiero tocar el piano...- suplicó la pequeña. Natalie soltó todo el aire de sus pulmones, un poco exasperada. -No podemos hacer mucho ruido, Va...- comenzó a decir. Y entonces la ventana que estaba frente a ella estalló y los cristales volaron por todas partes. Natalie se tumbó en el suelo, protegiendo a su hija, quien había dado un alarido de miedo. Natalie la tomó en brazos y subió corriendo las escaleras, mientras su hija sollozaba. Estaban ahí. Habían llegado por ella. Y no la iban a perdonar. Matarían también a su pequeña florecilla. Y eso la aterraba todavía más, si era posible. Natalie corrió hacia la última habitación que estaba al fondo del pasillo y cerró con seguro, justo cuando escuchó que la puerta principal se abría de golpe. Dejó a su hija en el suelo, y la tomó del rostro con demasiada fuerza, quizá. -Escúchame... No llores. Basta. No llores. Te vas a ocultar debajo de la cama, y no vas a salir ¿Me entendiste?- le ordenó a su hija, quién estaba en un estado de shock, llorando. El corazón se le oprimió al verla en ese estado, pero no había tiempo. -¡Dime que lo entiendes!- le gritó. La pequeña asintió con la cabeza. -Ya. No llores. No llores...- dijo Natalie. Le dio un abrazo rápido y un beso en la frente, para después apurarla a que se escondiera. Ya escuchaba pasos subiendo las escaleras. -¡Natalie!- gritó una voz ronca, de hombre. Era Harrison. -Mamá...- sollozó su hija, con voz llena de pánico. -No vas a salir de ahí. No importa que pase, no te atrevas a gritar, o hacer ruido- ordenó ella. Pero Natalie sabía que en verdad su hija estaba aterrada debido a la herida de bala que tenía a pocos centímetros de su vientre. La sangre manchaba su ropa. No le dolía por la adrenalina que sentía en ese momento... pero supo que se pondría peor cuando Harrison tiró la puerta, y le sonrió. -Hola, Naty- le dijo mientras le soltaba un golpe en el rostro que la mandó al suelo. No gritó. No lo hizo porque tenía el rostro rojo y lleno de lágrimas de su hija frente a ella. -No debieron salir corriendo, Naty... Eso lo hizo más espectacular... Algo así como una cacería- comentó Harrison mientras se subía sobre ella, y le colocaba el cañón de una pistola en la frente. Natalie desvió la mirada de su hija, porque al parecer, Harrison no se había percatado de que ella se encontraba allí. -¿En dónde está Eric, preciosa?- le preguntó Harrison con una mirada fría. Natalie le escupió en el rostro, ganándose otro golpe, pero esta vez en la sien. En su mente solo había miedo por su hija. -¡Tú y la organización pueden irse al infierno! ¡Les han mentido a todos!- gritó. Harrison acarició su mejilla. -Pudo haber sido de otro modo, Naty... Si te hubieras casado conmigo...- susurró Harrison, acercándose a su rostro como si quisiera besarla. Se alejó de inmediato cuando los otros dos asesinos que lo acompañaban entraron a la habitación. -Todo despejado. No hay nadie más- comentó uno de ellos. Natalie sintió una especie de alivio. Solo sería ella. Harrison se distrajo y ella le dio una patada para quitárselo de encima. Trató de arrebatarle su arma, pero tres contra uno no era una lucha equitativa. Mucho menos con una herida de bala. Uno de los asesinos la tiró en el suelo y comenzó a patearla sin piedad. Escuchó como sus costillas se quebraban, pero ella sólo podía quedarse hecha un ovillo, mirando con terror a su hija que estaba oculta debajo de la cama. La veía con el rostro desfigurado por el miedo y sus dos pequeñas manitas apretando su boca para no gritar. -Esto es personal Natalie... Debiste haberme escogido a mí- dijo Harrison, mientras empujaba al asesino hacia un lado, para que los golpes cesaran. Natalie tosió y la alfombra blanca se manchó con su sangre. Se volteó con mucho esfuerzo, tan solo para mirar a la persona que antes había sido su amigo. Lo miró a los ojos, y todo lo que antes había sentido por él, desapareció. -¡Te odio!- le gritó. Harrison sonrió. -Adiós, nena- se despidió y apretó el gatillo.

Fue el fin.

€€€

Eric estacionó el auto afuera de su casa, y supo que había llegado tarde. A pesar de que el aire frío golpeaba su cuerpo, no sentía nada. Estaba como en un sueño, y por lo tanto, no podía creerlo. Quizá sólo fuera una alucinación debido a uno de sus muchos ataques de delirio de persecución que habían incrementado después de dejar la agencia. Recargó su pistola, y se acercó a la puerta de la mansión... Descubriendo que estaba abierta. Algo más que eso. Alguien la había derribado. Entró sigilosamente a su hogar. No había electricidad... Y la tormenta que se había disparado horas antes había dejado charcos enormes de agua. Caminó hacia la sala, y encontró cristales por el suelo. Una de las ventanas tenía un agujero de bala. El aire helado se colaba por el orificio y le alborotaba el cabello. Había tanto silencio... Y entonces supo que ellos ya no estaban ahí. Sacó una pequeña linterna de su bolsillo y alumbró las escaleras. Había sangre, y en el suelo pudo observar claramente el lugar en el que habían dejado la bolsa contenedora de un cadáver. Lo sabía perfectamente porque ese era su trabajo. Asesinar. Asesinaba y empaquetaba los cadáveres para trasladarlos a las instalaciones y desaparecerlos. Limpiaba el desastre, también. Pero aquello era un trabajo muy bien planeado. Las manchas de sangre, los cristales... Habían dejado todo aquello como una firma, para que él se diera cuenta de que era el siguiente. Subió las escaleras, pisando la sangre carmesí de su mujer. Apenas llegar arriba, supo que la escena del crimen había sido la habitación de su hija. La base de la cama y el colchón estaban volcados, las lámparas rotas, los cajones de la cómoda saqueados, y la única ventana completamente destrozada. Se acercó, y se asomó. La tubería que quedaba justo debajo de la ventana, estaba abollada por varios impactos de bala. Sintió que el sudor bajaba por su espalda, y la adrenalina llenó cada rincón de su cuerpo helado por el viento. Bajó las escaleras corriendo, hasta llegar a la chimenea. Palpó el lado izquierdo de las rocas hasta que encontró la palanca muy bien camuflada del pasadizo secreto. Trató de abrirla, pero estaba cerrada con seguro. Alguien estaba encerrado allí. Alguien que había sido más listo que los asesinos de su esposa Natalie. A pesar de las ráfagas de viento, y de la oscuridad de la noche, salió de la mansión y emprendió una marcha contando los pasos para llegar al refugio secreto. Sus pisadas hacían crujir las malezas secas del terreno. Mil ochenta pasos después, y justo cuando la luna se alzó en el cielo como un vigilante nocturno, se detuvo. Removió varias malezas hasta que una puerta se dibujó entre el barro del suelo.

La abrió de golpe sabiendo lo que encontraría.

Los ojos de su hija estaban abiertos como platos, llenos de lágrimas. Su cuerpo temblaba, pero había algo más. Una furia asesina, una oscuridad perversa. Y eso era algo que no podía desperdiciarse. Eric no dijo nada. Se limitó a mirarla, y pasados unos segundos, ella salió del refugio subterráneo, manchándose la ropa, las manos y el rostro de lodo. Eric inició el camino hacia el coche, sabiendo que su hija lo seguiría. Su mente había trabajado demasiado rápido, y sonreía porque la venganza llegaría.

La Última JugadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora