CAPÍTULO 5

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POV MARÍA JOSÉ

No recuerdo ni cómo volví a casa en coche. Debería haber vuelto al trabajo. Hay que ocuparse de los últimos detalles del evento para recaudar fondos y debería estar pidiendo información sobre algunas peticiones que nos han hecho. Pero soy incapaz. Mi cerebro no se concentra y, en cambio, me encuentro aparcando en mi plaza, en mi ruinoso edificio de apartamentos. Cuando me doy cuenta de dónde estoy, llamo a Temperance para decirle que no me encuentro bien. A ver, no es mentira, y no solo porque he echado la pota en el apartamento de Valeria. Me niego a creer que hay una sola solución a este lío que no implique la muerte de todos mis seres queridos. Pero lo mire como lo mire, la vida tal cual la conozco se ha acabado. «Y desaparecen después de unos meses. Como si jamás hubieran existido.» Calle no puede hacerme desaparecer. A mi alrededor, hay personas que se darían cuenta y que pondrían el grito en el cielo si la policía no se esforzara en buscarme. No soy una chica cualquiera de un país extranjero, ni soy como Matu, sin familia para mantener vivo el caso después de que la policía lo archivara.

Cuando abro la puerta del coche y salgo, un BMW aparca junto a la acera, al otro lado de la calle. ¿Me está siguiendo? ¿O es un coche cualquiera y la cabeza me está jugando una mala pasada? Sea como sea, el hecho de no poder ver a través de los cristales tintados me pone de los nervios. Me cuelgo el bolso del hombro y cierro el coche. Las llaves me cuelgan de los dedos temblorosos mientras recorro con paso titubeante la distancia que me separa de la puerta de entrada. Una vez dentro, miro por encima del hombro hacia el coche, pero nadie sale ni baja la ventanilla. «Pasa. No es nada», me digo. Además, tal como Valeria me ha puesto la situación, Calle no tendría motivos para seguirme si ya lo sabe todo acerca de mí. Esta certeza hace que me sienta desnuda, aunque vaya vestida. «A menos que te esté vigilando por si decides huir.»

Subo las escaleras a duras penas hasta mi apartamento del tercer piso, el que alquilé el día que me reuní con el abogado con la idea de pedir el divorcio. Mi casa adosada, a la que se mudó Johann el día que nos casamos, es de alquiler y el contrato está a punto de vencer. Pensaba renovarlo. Al menos hasta... Destierro los recuerdos de aquel día y me concentro en entrar en el piso. Podría haber escogido un lugar más acogedor para vivir después del divorcio, pero ya había planeado reducirme el sueldo al mínimo para seguir pagando las deudas de la destilería. Mis padres vendieron su casa cuando se mudaron a Florida, así que eso estaba descartado. Cuando volvieron para el funeral de Johann, mi padre se cabreó al enterarse de que pensaba mudarme a lo que él llamó un «cuchitril», pero me inventé la excusa de que estaba más cerca del trabajo y de que ya no necesitaba tanto espacio para no renovar el contrato de alquiler. No podía admitir que no veía factible ponerme un sueldo con el que poder pagar la casa adosada o con el que buscarme un sitio mejor. No estaba dispuesta a admitir la mala racha que estábamos atravesando. Conociendo a mi padre, habría insistido en abandonar la jubilación para recuperar el control, pero eso era lo último que quería que hiciese. No solo porque quiero ser yo quien controle la empresa, sino porque me temía que le daría un ataque al corazón cuando se diera cuenta del daño que había hecho Johann y de lo cerca que estaba Seven Sinners de fracasar. Mis padres solo sabían que Johann me había engañado, que iba a dejarlo y que luego murió en un trágico accidente de tráfico antes de que yo pudiera pedir el divorcio.

En una muestra de compromiso, dejé que mi padre instalara dos pestillos nuevos en la endeble puerta del piso. Eso fue hace tres meses, y todo lo que ha pasado desde entonces está borroso. Me enfrenté a la situación día a día, asegurándome de pagar las facturas y de poner en orden los asuntos de Johann. Con el enorme cheque que vamos a recibir dentro de poco por el evento para recaudar fondos, creía que por fin tendríamos un respiro. Pero no. Ahora las cosas están peor que nunca. Me arden los dedos por el deseo de coger el teléfono y llamar a mi padre en busca de consejo, pero sé que no puedo. Si lo que hizo Johann podría provocarle un infarto, lo que Calle sugirió le provocaría un fallo multiorgánico. Y si no, seguro que aparecería con una escopeta e intentaría darle caza a esa mujer, y según la información de Valeria, todos moriríamos. Así que no se lo diré a mis padres, y desde luego que no se lo diré a mis hermanas pequeñas. Valentina está terminando su doctorado y Sofia está de juerga en algún lugar exótico, trabajando detrás de una barra o encima de ella en alguna parte, lo justo para costearse su estilo de vida. Mi decisión está clara: mi familia no puede enterarse jamás de nada de esto.

Suelto el bolso en el descolorido sillón de terciopelo azul del salón y voy a la cocina, decidida a sacar una botella de whisky, porque la otra la he dejado en casa de Valeria. Estoy a medio camino cuando me quedo helada. Una copia del reconocimiento de deuda está en la encimera. Sé que es una copia porque tengo el original en el bolso. Ha estado aquí. Me abruman las ganas de salir huyendo, pero recuerdo el coche aparcado fuera del edificio, así que cojo el documento de la ajada encimera de formica. Algo metálico rebota en el suelo cuando cae otro papel. Busco por las baldosas del suelo, descoloridas y manchadas, pero no veo nada salvo la nota con dos palabras escritas con una letra de trazo grueso que reconozco a la primera.

Seis días.

Dejo la nota donde está e intento controlar otro estremecimiento de miedo mientras me pongo de rodillas para buscar lo que sea que haya dejado además de eso. Voy a gatas hasta la mesita auxiliar y veo que algo reluce al sol de la tarde, junto a una de las patas. Me agacho para cogerlo, pero me tiemblan tanto los dedos que casi no soy capaz. Ni de coña. Imposible. No puede ser... Sostengo en alto el anillo dorado y leo la inscripción que hay en la cara interna de la alianza de mi difunto marido. Se me hiela la sangre en las venas. ¿Cómo? ¿Por qué? Me pongo en pie de un salto, corro al sillón, agarro el bolso y salgo pitando hacia la puerta. Una vez que quito los pestillos, la abro de golpe y estoy lista para salir corriendo hacia el coche. Pero choco con un cuerpo. Levanto la vista, esperando ver a Calle, pero no es ella. ¿Por qué se iba a molestar con una tarea tan insignificante cuando tiene que dirigir todo un imperio? Es mi casero, Phil.

- ¿Va todo bien, María José?

Quiero gritarle que todo va fatal, pero asiento con la cabeza y susurro:

- Bien, genial. Aunque creo que se me ha olvidado cerrar el coche con llave. Tengo que ir a comprobarlo. - Phil asiente con la cabeza.

- Hay que tener mucho cuidado en este barrio.

Echa a andar por el pasillo y yo cierro con llave la puerta de mi piso, aunque una parte de mi cerebro se pregunta para qué me molesto, cuando es evidente que los pestillos no son un impedimento para Calle o para quienquiera que haya enviado.

Salgo en tromba del edificio y miro al otro lado de la calle. El BMW negro ha desaparecido y, en su lugar, hay un Prius plateado. Las palabras de la nota vuelven a mi cabeza. «Seis días.» Lo único que voy a conseguir en estos seis días es volverme completamente loca. Una vez que me encierro en el coche y meto la llave en el contacto, inspiro hondo y suelto el aire despacio en un intento por calmar los latidos de mi corazón. El instinto me está gritando que salga corriendo, pero ¿adónde coño voy? Daniela Calle ha estado en mi despacho de la destilería. Ha estado en mi piso. Ya ningún sitio me parece seguro. ¿Podría ser esto parte de su plan? Me quiere impotente, como si no tuviera alternativas. Me quiere débil. Indefensa. Bajo su control. «Me has subestimado, Calle. Puede que me consigas, pero no me presentaré ante ti acobardada.»

Sentada en mi destartalado Honda Civic, me hago una promesa. «No voy a huir. No voy a esconderme. Y ni de coña voy a poner en peligro a mis seres queridos llevando este monstruo a sus casas.» Saco la llave del contacto y salgo del coche antes de cerrarlo de nuevo y volver por donde he venido, sintiéndome más tranquila con cada paso. Una vez dentro del piso, saco una botella de Seven Sinners de un solo barril y un vaso. Lo dejo todo, las dos versiones del reconocimiento de deuda, la alianza de Johann y mi aviso de seis días, delante de mí. Esta noche, voy a releer cada palabra de mi sentencia de muerte y, después, voy a emborracharme.

ME PERTENECES Donde viven las historias. Descúbrelo ahora