5.

762 70 27
                                    

leave the city – twenty one pilots

Aquel pueblo era una basura.

Astrid lo había sabido desde el momento en el que había bajado del autobús aquel día tan caluroso de julio, el peso de toda su adolescencia en aquellas maletas destartaladas que la habían acompañado desde Noruega.

Echaba de menos Chicago. Echaba de menos las avenidas llenas de turistas, los rascacielos envolviéndola mientras paseaba por la ciudad, las viejas y oxidadas vías del tren y aquel espejo enorme y deformado con forma de haba. Echaba de menos salir de casa y ver vida, todos aquellos rostros sin identidad cruzándose por su camino.

Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos a Dominique —casi podía escuchar su voz en aquellos momentos: «Te he dicho que me llames Dom, rubiales»—, sus rizos con aroma a champú cítrico y aquel septum decorando la parte inferior de su nariz chata. Sus gritos en la pista de baloncesto, Liam y Mateo agitando los skates desde las gradas. Las tardes, las noches, las mañanas haciendo pellas, el sonido de las ruedas de su monopatín contra el asfalto, las rodillas llenas de heridas y las manos manchadas del spray de Mateo cada vez que se empeñaba en hacer uno de sus graffitis.

La ciudad estaba viva y ella también, pero las cosas habían cambiado con demasiada rapidez.

Starkville era tan aburrido, con toda esa gente sin sustancia y la nieve sucia que se amontonaba en la acera y se tiraban los niños del barrio mientras caminaba hacia casa. Apenas llevaba unos meses allí, pero ya había memorizado los rostros de la mayoría de personas con las que se había cruzado y algunos vecinos la saludaban cuando la veían por la calle, como si se conocieran de toda la vida.

También odiaba la casita unifamiliar donde se habían mudado. No tenía nada que ver con el piso cutre y sin ascensor en el que habían vivido su abuelo y ella en Chicago, pero aquella casa tan pequeña con la pintura de las paredes desconchada y los hierbajos de la entrada asomando entre la nieve hacía que quisiera arrancarse la piel con las uñas. Hacía demasiado frío y casi nunca funcionaba la calefacción, así que tenían que siempre iban de un lado a otro de la casa arrastrando mantas e intentando avivar el fuego de la pequeña chimenea de la sala de estar.

Según su abuelo, aquello era mucho mejor que tener que subir «aquellas malditas escaleras del demonio» cada vez que entraban en su edificio en Chicago. Siempre gritaba alguna obscenidad en noruego cada vez que pisaba el rellano y ella le respondía que no exagerara, que vivían en un primer paso y que tampoco había tantas escaleras.

Faen ta deg —cada vez que decía algo así, la maldecía en su idioma natal para después añadir: —Ya verás tú cuando llegues a mi edad, niña. El karma te lo hará pagar todo y te crujirán las rodillas como esa puerta vieja de tu habitación. Ya verás, ya.

La verdad, a Astrid no le preocupaba demasiado el estado de sus rodillas. Entre los entrenos de baloncesto y todas esas veces en las que Liam le había retado a que saltara —escaleras, rampas, papeleras, cualquier cosa— con su monopatín, ya habían sufrido el dolor de, por lo menos, tres vidas.

Además, el abuelo no hacía nada más que refunfuñar. Todo el que lo conocía decía que daba un poco de miedo, con aquellas cejas de color gris tan pobladas y aquellos hombros tan anchos que lo asemejaban a un roble alto y majestuoso, fuerte y robusto. Siempre llevaba una de sus camisas de leñador —no importaba cuánto frío hiciera, no parecía conocer el concepto de «chaqueta»— y hablaba como si estuviera enfadado todo el rato, con todos esos insultos en noruego y las batallitas sobre su juventud en la ciudad de Tromsø, sus aventuras bajo todas esas auroras boreales y la terrible noche polar prolongándose durante meses.

De todas formas, Astrid adoraba al abuelo. Era inevitable quererle, con sus manos toscas llenas de venas y su voz ronca después de una vida entera fumando puros. Por eso mismo había decidido hacerle caso aquella mañana de sábado, cuando le había dicho que «levantara el culo del sofá de una vez y saliera a hacer algo con su vida, que ya tocaba».

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora