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NOVIEMBRE

john wayne – cigarettes after sex

Hazel se quedó allí, parada. Completamente sola y sintiéndose más diminuta que nunca, el fantasma de los labios de Astrid aún sobre los suyos.

Intentó aferrarse a aquella sensación, pero a medida que los segundos pasaban el momento se alejaba más de ella, un recuerdo que empezaba a disfrazarse de fantasía. Quizás fuera el alcohol, pero empezó a sentir que no había pasado en absoluto.

Astrid no estaba allí para comprobarlo, de todas formas.

Se había desvanecido como arena entre sus dedos...

...otra vez.

Después de tantear entre las cosas de Brent Scott —más medallas y más trofeos, más fotografías y más recortes de periódico, un bate de béisbol colgado sobre su cama y una pelota de baloncesto firmada por algún jugador de la NBA—, se convirtió en un fantasma que acechaba los pasillos, sus pasos inaudibles sobre el suelo enmoquetado. Se apoyó sobre la barandilla de la escalera, el caos desatándose en el piso inferior.

Se aferró a la barandilla, inclinándose hacia adelante para intentar ver qué estaba pasando bajo la gran lámpara de araña, la incapacidad de rescatar ni una sola palabra de las conversaciones que se entremezclaban con la música que salía de los altavoces.

Cuando bajó las escaleras se encontró con Jordan, que la cogió del brazo y la apartó de la multitud.

—¿Qué está pasando? —preguntó.

La sombra de ojos negra se extendía por gran parte del rostro de su amigo cuando la miró.

—Todas las cervezas están congeladas.

—¿Qué? —la castaña parpadeó, inclinándose un poco más sobre él para que pudiera escucharla—. ¿Por eso todo el mundo está perdiendo la cabeza?

Jordan se encogió de hombros. Seguía estando borracho, pero parecía mucho más sobrio que hacía unas horas.

—¿Qué es una fiesta sin cerveza?

Hazel suspiró, negando con la cabeza.

Quería volver a casa. Nunca había estado tan agotada.

—No lo sé, tía —añadió el chico esqueleto, aunque la castaña ni siquiera le había preguntado—. La nevera, no sé. Es como si se hubiera convertido en un congelador. Y las neveras portátiles que habían traído también. No se puede beber casi nada.

Ni siquiera esperó a que su amigo acabara de hablar. Se dirigió a la cocina, la mano de Jordan aferrándose a su brazo para no perderla entre la multitud. Chocó contra cuerpos sudorosos y manos pegajosas, buscando el fantasma de Astrid en cada esquina.

¿Dónde diablos se habrá metido?

Abrió la nevera incluso cuando alguien más rechistó.

—¿Es que no ves que no hay nada ahí para ti, chica cuervo?

Era Peter McLaren, sentado sobre la encimera con un cigarrillo apagado entre los labios. Hazel le ignoró, acercándose más al electrodoméstico.

El frío que emanaba era impropio de cualquier congelador, el hielo cubriendo hasta las estanterías de su interior. Cogió una de las latas de cerveza almacenadas y la agitó, el frío quemándole los dedos.

Nada. Era como si no hubiera ni una gota de líquido allá dentro, como si se hubiera congelado por completo.

¿Es que nadie veía que aquello era imposible?

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora