27.

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teen idle – marina

Su madre le había estado esperando en el recibidor.

Hazel ni siquiera se sorprendió al verla sentada en las escaleras, el traje aún puesto y el maquillaje intacto. Evitó su mirada, el olor a las empanadillas que su padre estaba cocinando persiguiéndola desde la cocina.

Cerró las manos en un puño. Se le habían entumecido los dedos.

—Estarás contenta.

No importaba lo que dijera, su voz siempre la dejaba helada por dentro. Hazel agachó la cabeza, la mirada clavada en sus pies sobre la moqueta. Si conseguía subir las escaleras por el hueco que Claire había dejado al sentarse, quizás podría ser lo suficientemente rápida como para esconderse en su habitación. Poner el pestillo, olvidarse de todos.

Subió un escalón. Dos, tres. Cinco, incluso. Notó un tirón hacia atrás, alguien cogiendo el asa de su mochila y obligándola a retroceder. Se tuvo que coger a la barandilla para no caerse de espaldas, la respiración entrecortada y la sensación de que ya no estaba allí, no del todo.

—¿Pensabas que no me enteraría o qué?

Hazel negó con la cabeza, pero no lo estaba haciendo a modo respuesta. La verdad, ni siquiera sabía por qué lo estaba haciendo. Se aferró con más fuerza a la barandilla, la sensación de que se había convertido en una persona diminuta.

Sintió que volvían a tirar de su mochila, zarandeándola sobre las escaleras.

Su cuerpo fue incapaz de reaccionar. Se quedó en silencio, la mirada clavada en el suelo, el corazón martilleándole los oídos. Odiaba tanto cuando se quedaba congelada de aquella manera.

—¡Respóndeme! —su madre alzó la voz, levantándole el mentón con brusquedad para que su hija la mirara a los ojos. Hazel pudo verse reflejada en ellos, un par de pozos sin fondo de color negro. Supo que no le estaba viendo a ella. Nunca lo había hecho. Tan solo estaba viendo a la hija que nunca tuvo. A la hija que le habría gustado tener—. Eres una desagradecida. Después de todo lo que he hecho por ti... Yo no he criado a una desagradecida. Ni a una holgazana. Ni a una...

—Claire —la castaña levantó la mirada para mirar a su padre, el mundo convirtiéndose en una mancha borrosa a través de sus ojos—. Ya basta.

James Green nunca hablaba de aquella manera tan cortante. Para Hazel, siempre era bromas aquí y allá, tortitas para cenar y tostadas quemadas por la mañana. Era un «Dame un beso antes de entrar al instituto, anda» y «Toma, veinte dólares para que vayas al cine con Annie, pero no se lo digas a tu madre».

—¿Es que no lo ves? Lleva todo el curso dedicándose a arruinar todo por lo que ha luchado durante toda su vida. Se te da muy bien ignorar lo que hacen nuestros hijos, ¿no?

El hombre negó con la cabeza, la luz tenue de la entrada acentuando sus pómulos, cortantes como agujas de afeitar. Hazel lo vio entonces, el cansancio acumulándose bajo sus ojos, las canas incipientes por encima de su frente.

—No es el momento —dijo, su voz más agotada que nunca. Su hija recordó el verano de 2014, todas aquellas tormentas dentro y fuera de casa—. Ahora no, Claire.

La mujer se pasó las manos por el cabello, exasperada. Hazel sintió algo removiéndose dentro de ella, el pánico entremezclándose con un amargo sabor a victoria.

Claire Green estaba perdiendo los estribos.

Y aquello era gracias a ella.

—Tu hija ha suspendido un examen de Matemáticas —la chica se sentó sobre uno de los escalones, completamente agotada. Había dejado de sentirse las piernas, como si le hubiera pasado una apisonadora por encima. Sentía la cabeza como embotellada, como si estuviera atrapada dentro de una de esas peceras redondas—. Intenté pasártelo por alto, Hazel. ¿Pensabas que no me enteraría? ¿Pensabas que de verdad creería que pasarías la noche de Halloween estudiando en casa de Annie?

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora