bandito – twenty one pilots
Hazel la había enredado otra vez.
Lo había hecho en clase de Mitología mientras Ivy O'Connor les explicaba la trágica historia de amor de Orfeo y Eurídice. Ya habían superado la fase de fingir-que-no-se-conocían-dentro-del-instituto y habían empezado a sentarse juntas en todas las clases de Mitología, en última fila, las esquinas de la libreta de Hazel llenas de garabatos hechos por Astrid e insultos susurrados hacia Peter McLaren.
—Va, por favor —había susurrado Hazel mientras tachaba uno de los caretos que Astrid había dibujado en su libreta. Había escrito el nombre de Peter justo al lado, un mono feísimo acompañado de una flecha—. Quedemos en tu casa esta vez. Mi madre trabaja desde casa los miércoles y le molesta que venga gente.
—Bueno, pues vamos a la biblioteca.
—No, no. Esa biblioteca es el infierno. «Chssst. Chssst. Chssst.» ¿Quieres volver a escuchar eso? Se me metía en el cerebro y lo escuchaba incluso antes de quedarme dormida. Era horrible.
A Astrid se le hizo imposible no sonreír.
—Ya, bueno. Es que tampoco hay mucho espacio en mi casa.
—¿Tienes una mesa o un escritorio? Eso es todo lo que necesitamos para hacer el trabajo. Llevaré el portátil, una libreta y un par de bolis. Podríamos hacerlo hasta en un búnker, ¿sabes?
La noruega acabó accediendo, aunque supo desde el primer momento que se trataba de un error.
Hazel no era Dominique. Hazel no era Mateo, ni siquiera Liam. Hazel no era ninguno de sus amigos de Chicago y aquello le gustaba de la misma manera que le aterraba. Había visto su casa perfecta y había conocido a su familia perfecta, su padre horneando pasteles un lunes por la tarde y su hermano pidiéndole que jugara a videojuegos con él. Había visto el enorme jardín, los coches aparcados en la entrada, las escaleras cubiertas de moqueta, la enorme cocina con los muebles relucientes y la barra americana.
Su vida no era así. Su vida era algo más parecido al graffiti a la vuelta de la esquina de su calle que decía: «Javier Ramírez, devuélveme el dinero, cabrón», las bolsas de basura que seguían amontonándose porque hacía semanas que no pasaba el camión. Su vida eran manchas de humedad en las paredes blancas, duchas de agua helada y olor a cerrado.
Había algo dentro de ella, oscuro y pegajoso, que le decía que nunca sería suficiente para alguien como Hazel.
Pero no importaba. No importaba, porque allí estaba. En la sala de estar, las ventanas abiertas de par en par y su abuelo insultándola en noruego porque la chica cuervo la había liado otra vez. Hacía muchísimo frío, pero tenía que ventilar la casa porque no quería que pensara que olía mal. Incluso se había molestado en recoger su habitación, y el abuelo se le había quedado mirando con una ceja levantada y la nariz más arrugada que de costumbre:
—¿Es que tienes fiebre o qué?
Astrid supo que a su abuelo no le había gustado Hazel cuando se la quedó mirando desde el sofá, el ceño fruncido y los brazos cruzados. Su compañera cruzó la puerta —había cogido el autobús y llevaba tantas capas de ropa que parecía una cebolla de color marrón— con la cabeza agachada y una sonrisa educada, las puntas de su melena corta rozándole la mandíbula.
Estaba guapísima.
El suelo crujía con cada paso que daban. No tuvieron que subir ninguna escalera porque su casa tenía una sola planta y era un espacio tan pequeño que a veces era sofocante tener que compartirlo con una persona más. Astrid sintió que el corazón le martilleaba los oídos mientras la guiaba hasta su habitación.
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Todos los días de invierno
Ficção AdolescenteLa vida de Hazel Green siempre se ha guiado por la misma constante: tiene que ser la mejor en todo. Hasta su último año de secundaria, ha estado cumpliendo con el manto de expectativas que su madre ha puesto sobre ella. «Ve a clase. Sé la mejor de t...