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motion sickness – phoebe bridgers

Cuando Astrid se fue, Hazel aún podía sentir el fantasma que tira de tus mejillas después de haberte reído mucho. La acompañó hasta la puerta y todo su cuerpo se tensó al reconocer el perfume de su madre inundando el pasillo, su abrigo de piel colgado en el perchero de la entrada.

James Green le prometió a Astrid que la próxima vez que podría probar su tarta de zanahoria —se le había quemado aquella tarde, un desastre más que las había distraído de su trabajo— y Lucas le había hecho prometer con el meñique que volvería para jugar a Minecraft con él.

—No, en serio. Necesito que me lo prometas de verdad, porque mi hermana ni siquiera sabe qué es un creeper.

Hazel debía admitir que le gustaba la idea de Astrid volviendo a casa.

Se sentía extraña cuando estaba con ella. Más ligera, quizás. Como si pudiera olvidar todas las cosas que hacían que su pecho pesara durante unas horas.

Hazel suspiró mientras volvía a subir las escaleras hacia su habitación. Le caía bien Astrid, pero había cosas que no podía ignorar.

Por eso se había pasado la tarde entera llenando su vaso de agua. Por eso le había indicado que fuera al baño de la planta de abajo para que tuviera que bajar las escaleras y tardara más en volver. Por eso había rebuscado dentro de su mochila en su ausencia, el tacto de aquel libro —el de la niña de las lágrimas heladas, cogiendo polvo en el suelo de la biblioteca abandonada— quemándole los dedos.

Por eso lo había escondido bajo el colchón, convenciéndose a sí misma de que no tenía por qué sentirse culpable. No lo estaba robando: lo había tomado prestado. Cuando descubriera qué se escondía entre aquellas páginas amarillentas, se lo devolvería y todos seguirían con sus vidas como si no hubiera pasado nada.

—Veo que te has pasado toda la tarde de cháchara.

Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca al escuchar la voz de su madre, dura y gélida como el hielo que cubría la acera de la calle de enfrente.

—Estaba haciendo un trabajo —respondió, su mirada clavada en los trofeos que había ganado en los concursos de deletreo durante sus primeros años de secundaria.

—¿También estabas haciendo un trabajo cuando te saltaste la clase de Matemáticas el miércoles pasado?

Hazel abrió los ojos casi sin darse cuenta. ¿Cómo sabía...?

—No me encontraba bien —notó cómo su garganta se secaba, su corazón latiendo con fuerza contra sus oídos—. Fui a enfermería, pero no encontré al señor Torres. Estaba cerrada, creo. Me dolía mucho el estómago, no podía...

—Venga ya, Hazel —ni siquiera le dejó terminar la frase, el sonido de sus tacones tras su espalda mientras se acercaba a ella—. Ni se te ocurra mentirme. He hablado con Beatrice: entraste una hora más tarde.

Mierda.

—Salí para ver si podía contactar contigo o con papá. Por si podíais llevarme al médico. Me dolía mucho, de verdad.

Hazel miró el rostro de su madre a través del reflejo del cristal de la ventana. Apretó los puños bajo el escritorio y tragó saliva. Sentía que empezaría a llorar en cualquier momento.

—No sé qué diablos te está pasando últimamente, pero céntrate ya —su madre se acercó a las banderitas de la universidad de Yale que Hazel había arrancado de su espejo hacía unos días, colocándolas frente a la muchacha—. ¿Quieres saltarte clase? Vale. ¿Pasarte las tardes de cháchara con tus amiguitas? Perfecto. Pero después no me vengas llorando cuando no te admitan en ninguna universidad.

Hazel no respondió. Apretó los puños con tanta fuerza que sintió cómo se le clavaban las uñas en la palma de la mano, la sensación de que volvía a separarse de su cuerpo, que estaba muy lejos de aquel lugar, que aquello no era más que otra de sus pesadillas.

Era un fantasma. Siempre lo había sido, desde el momento en el que la fantasía de los años de infancia se desvaneció por completo y se vio obligada a enfrentarse a la realidad de la que su madre siempre le había hablado.

Una realidad en la que solo ganaban los mejores. Si Hazel no trabajaba lo suficiente para convertirse en uno de ellos, su vida no sería más que un infierno lleno de deudas por pagar y matrimonios infelices, precariedad laboral y problemas con llegar a fin de mes.

Ya había anochecido, pero su madre seguía llevando el traje que llevaba a la empresa, al supermercado, a todas las reuniones de padres del instituto. Su pintalabios rojo no se había desvanecido ni un poquito desde aquella mañana, aunque Hazel sabía que se lo retocaba cada vez que iba al baño. Le hablaba siempre con el mentón levantado y la mirada de hielo, haciendo que se sintiera tan pequeña a su lado...

—La próxima vez, te lo piensas dos veces antes de estar de juerga con tus amigas.

Hazel frunció un poco el ceño. Sentía que le picaba mucho el puente de la nariz y las lágrimas le nublaron la vista, las palabras temblando en su garganta cuando alzó la voz para decir:

—¿No puedo pasármelo bien con mis amigas? ¿No puedo ser una adolescente normal?

Claire Green hizo una pausa meditada. Pasó la mirada por la habitación con aquella lentitud que solo una persona como ella podía permitirse —porque el tiempo de los demás no era lo suficientemente valioso, porque siempre había estado unos eslabones por encima del resto del mundo— y la aturó en la estantería donde descansaban algunas de las medallas y trofeos de su hija.

—Tú decides si quieres ser normal o si quieres ser la mejor.

Se marchó sin desearle buenas noches. Tampoco estuvo en la cena, cuando su padre hizo berenjena rellena y le comentó que Astrid le había parecido muy buena chica. Cuando Hazel volvió a subir a su habitación, sintió la rabia activando todos sus sentidos.

Tiró sus trofeos contra la alfombra para que no hicieran ruido, pero no fue suficiente. Soltó un grito ahogado contra una de sus almohadas y partió una de las banderitas de Yale. Arrancó las páginas de su libro de Matemáticas hasta que no fue más que una portada plastificada y un montón de trocitos de papel esparcidos por el suelo, y solo entonces se permitió llorar.

Fue un llanto desesperado y sintió como si alguien apretara cada vez más el nudo que rodeaba su pecho, pero fue un llanto silencioso.

No debía mostrar debilidad. No con su madre en la habitación de al lado..., aunque ni siquiera se tratara de tristeza. Era una rabia tan real y tan intensa que ni siquiera le dejaba respirar.

No dejó que la consumiera durante mucho tiempo. En algún momento se levantó del suelo, las lágrimas que se habían acumulado en sus mejillas secándose y el picor en sus ojos cada vez más intenso. Tiró todos los trocitos de papel en la basura y se sentó en el escritorio, cogiendo la libreta que había utilizado hacía unas noches para empezar a escribir el artículo.

Si su madre quería que fuera mejor,

le demostraría que podía ser la mejor. 

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora