runaway – aurora
—Haze. Haze, despierta.
La castaña gruñó, apretando los párpados y enredándose un poco más entre las sábanas. Cuando Annie empezó a zarandearle el hombro, hizo un esfuerzo por abrir los ojos y resoplar.
—Joder, Ann —murmuró, su boca seca y pastosa—. ¿Qué hora es?
Cuando por fin consiguió abrir los ojos, sintió el impulso de cerrarlos de nuevo y esconder la cabeza bajo la almohada. La luz del exterior hizo que sintiera que le iba a explotar la cabeza.
—Cierra las cortinas.
Sintió el peso de Annie sobre el colchón cuando se arrodilló sobre su cama.
—No, mira —respondió su amiga, intentando quitarle la almohada de encima—. Mira por la ventana.
Hazel resopló de nuevo. Conociendo a Annie, lo más seguro era que se tratara de un alce o un pajarito que se había puesto sobre la repisa de la ventana. Una ardilla, incluso. Si era así, estaba dispuesta a matarla con sus propias manos.
Cuando se incorporó sobre el colchón, sintió las náuseas de un millón de navegantes. Apretó los parpados mientras buscaba la ventana a ciegas, el alféizar helado bajo las palmas de sus manos.
Cuando abrió los ojos y éstos se adaptaron a la luz del exterior, sintió que podría vomitar en aquel mismo instante.
Estaba nevando.
Era imposible. Los picos de Maroon Bells estaban cubiertos de un millón de tonalidades de amarillo, marrón y naranja, lo había visto con sus propios ojos. La última vez que había mirado la temperatura en su móvil, habían llegado a los quince grados. Había paseado a través de la humedad del bosque y había sentido el sol en su rostro. Era-im-po-si-ble.
Algo hizo clic en su cabeza. Se aferró al alféizar con fuerza, su nariz contra el cristal congelado. Miró a su alrededor de manera casi frenética, pero solo vio camas deshechas y vasos de plástico amontonados en la papelera.
—¿Dónde está Astrid?
Annie se encogió de hombros. Seguía llevando la ropa del día anterior y el rímel se le acumulaba en la parte inferior de los ojos.
—No lo sé. No estaba aquí cuando llegué, pensaba que había ido a la fiesta con Jordan o algo.
La castaña suspiró, pasándose las manos por el rostro. La sensación de que el cerebro le explotaría en cualquier momento se había multiplicado por tres, pero hizo un esfuerzo para coger su teléfono móvil y mandarle un mensaje a la noruega.
Se tumbó de nuevo en la cama, los recuerdos de la noche anterior girando a su alrededor. Astrid, pidiéndole que juntaran las camas. Sus manos entrelazadas sobre el colchón, los secretos compartidos bajo las sábanas.
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Todos los días de invierno
Teen FictionLa vida de Hazel Green siempre se ha guiado por la misma constante: tiene que ser la mejor en todo. Hasta su último año de secundaria, ha estado cumpliendo con el manto de expectativas que su madre ha puesto sobre ella. «Ve a clase. Sé la mejor de t...