9.

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pleaser – wallows

Se vieron en la biblioteca Emily Dickinson un par de veces más. Hazel tenía la cabeza hecha un lío, completamente incapaz de pensar en el mito de Hades y Perséfone y la justificación de aquel invierno eterno.

Tan solo podía pensar en la Joseph Pulitzer. En el artículo que no había empezado a escribir, en el vídeo enterrado en la galería de su teléfono móvil, en aquella estantería congelada. En aquel cuento infantil que guardaba en su mochila y que asomaba cada vez que sacaba algo de ella. En cómo el olor de su champú —en realidad, Astrid olía a lo que Hazel se imaginaba que debían oler los bosques de Noruega— parecía inundar la biblioteca entera cuando se inclinaba para dibujar algún garabato en las esquinas de su libreta.

Se lo había preguntado a su padre, un par de tardes atrás, el olor de las galletas recién hechas emanando del horno, las gafas torcidas sobre el puente de la nariz. Hazel se las recolocó con afecto y se sentó sobre la encimera, una taza de chocolate caliente entre las manos.

—Sabes que como tu madre te vea subida ahí te matará.

—Pero no está aquí, ¿no? Está trabajando.

Así funcionaban las cosas en casa, después de todo. Todo era tan diferente cuando Claire Green no estaba allí... Lucas podía jugar a videojuegos, ver dibujos animados y salir al jardín incluso cuando no había acabado los deberes. Hazel podía salir de su habitación y convertirse en un ser humano, sentarse sobre la encimera y comer carbohidratos, hablar con la boca llena y olvidarse de todas las cosas que hacían que se sintiera como un fantasma.

—Tengo una pregunta —dijo entonces—. Es un poco rara, pero...

Su padre la miró a través del cristal de sus gafas y la señaló con el guante del horno.

—Dispara.

—¿Sería posible que...? Bueno, estando aquí en la cocina. La encimera, por ejemplo. ¿Sería posible que se congelara solo la encimera y nada más? Tipo, que la mesa y las sillas, por ejemplo, siguieran intactas.

Su padre frunció el ceño, acercándose a ella.

—¿Es que estás escribiendo una novela o algo así?

Hazel soltó una carcajada y alargó la pierna para pegarle una patada. Tenía las piernas tan cortas —su padre siempre se reía de ella por aquello porque incluso Lucas, a sus diez años, estaba a punto de pasarla en altura— que ni siquiera llegó a rozarle.

—Es solo curiosidad —respondió—. Nada de novelas ni artículos por ahora. ¿Sería posible?

—No lo sé, ardillita. Soy profesor de primaria, no físico. Aunque no tendría mucho sentido, ¿no? A no ser que el frío viniera de la misma encimera. O que, no sé. Alguien hubiera hecho algo para congelarla. Como cuando Elsa lanzaba como rayos de hielo en Frozen, ¿no?

Elsa. Hazel suspiró, el recuerdo de aquella última conversación mientras observaba a Astrid cruzar el umbral de la cafetería Wander. Durante los últimos días, había descubierto dos cosas sobre ella:

1. Podía hablar. De verdad. A veces, incluso hablaba demasiado.

2. No era tan desagradable como parecía en el instituto. Tenía un sentido del humor bastante agudo, pero no era desagradable. De hecho, era bastante agradable estar con ella.

A Hazel le caía bien, pero ya está. Aquello no significaba nada en absoluto. Su madre se lo había dejado bien claro: nadie la quería, no realmente. Tan solo querían lo que podían sacar de ella, y había algo que Hazel necesitaba sacarle a Astrid.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora