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DIEZ MESES ATRÁS

july – noah cyrus

Era el peor julio de la historia.

Astrid lo había sabido desde el momento en el que había bajado del autobús hacía tan solo unos días, la espalda acartonada y las piernas dormidas tras el viaje de quince horas desde Chicago. Habían hecho una parada en Iowa y otra en Nebraska, el sabor del kétchup de las hamburguesas de los diner de carretera, el plástico de los asientos enganchándosele en los muslos por el calor y el olor constante a fritanga.

Odiaba Colorado. Lo odiaba tanto que ni siquiera se había molestado en abrir la caja de cartón que guardaba en su habitación desde que habían llegado —las paredes desnudas y las sábanas blancas como si estuviera en un hospital—, el sonido de la música de su abuelo acompañándola desde el garaje.

Escuchaba a Edvard Grieg. Desde que abandonaron Bergen, siempre se trataba de él. Era una pieza de su identidad, su manera de gritar «soy noruego y estoy orgulloso». Algunos llevaban camisetas, otros comían carne de ballena. Otros, incluso, llevaban el bunad para el Día de la Constitución de Noruega.

Su abuelo, sin embargo, prefería cobijarse bajo un compositor local que llevaba más de cien años muerto.

Además, siempre ponía aquella maldita canción...

—Vas a asustar al vecindario con esto —le dijo en noruego, sus manos inspeccionando la hoja cuadriculada que había colgado en la fachada exterior y en la que había escrito, con letra irregular, «MUEVLES JOHANSEN» —. Deberías poner La mañana, o algo así. Algo más calmadito.

Cogió un bolígrafo para corregir el cartel que había escrito el anciano para atraer clientela entre sus nuevos vecinos, aquel olor a madera y resina tan característicos acompañándole allá dónde iba.

—¿Qué tiene de malo I Dovregubbens hall?

—Da mal rollito —Astrid se estiró, la camiseta de los Chicago Bulls haciéndosele demasiado pesada con todo aquel calor—. Y deberías, no sé. Afeitarte un poco esa barba. Si sigue creciendo, acabará por darte una insolación.

Su abuelo hizo un ademán con la mano, como si fuera a darle una colleja.

—A mí me dejas en paz, niña —musitó, un par de cejas grises y pobladas cobrando vida sobre sus ojos—. Preocúpate de tus cosas. Deberías dejar de holgazanear y salir por el pueblo, ver qué hay por aquí. Empiezas el instituto en menos de dos meses, así que sal por ahí a conocer a gente de tu edad o lo que sea que hagáis los jóvenes hoy en día.

La chica le hizo burla, una mueca antes de salir por la puerta ya abierta del garaje —no podían permitirse un coche y ninguno de los dos conducía, así que se había convertido en algo así como el taller de su abuelo—, su monopatín bajo el brazo mientras el hombre vociferaba algún insulto en su lengua natal.

Las temperaturas eran insoportables. Lo había escuchado en las noticias, todo aquel revuelo por una simple ola de calor. Eran las seis de la tarde y caminaba bajo la sombra de los árboles, pero sentía como si estuviera en pleno mediodía bajo el sol de agosto. Las cigarras estridulaban a su alrededor, el sudor acumulándose en la parte baja de su espalda.

Su abuelo le había dicho que buscara a gente de su edad, pero ella se limitó a explorar cada rincón de aquel pueblo con aquel nombre tan absurdo y característico, cartones de los personajes de Juego de Tronos y las películas de Marvel saludándola desde la puerta de cristal de cada tienda.

Sí que vio a gente de su edad, aunque no se acercó a ellos. Vio a un chico muy alto y moreno en la cancha de baloncesto de su barrio teniendo lo que parecía ser una batalla campal con una horda de niños de diez años. Vio a un par de chicas subidas en sus bicicletas mientras paseaba por las urbanizaciones de la zona alta, donde la vegetación estaba tan bien cuidada que parecía de plástico. Se las quedó mirando en silencio, una chica asiática con un par de moñitos y un top a rayas con todos los colores del arcoíris; otra chica con el cabello corto y castaño, la mirada perdida y cara de pocos amigos como acompañante.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora