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lovely (with khalid) – billie elish

James Green las llevó al hospital en coche, la radio apagada y el repiqueteo de las gotas de lluvia contra el parabrisas como único acompañante.

Habían sido unos días soleados. La primavera había dado la bienvenida a Starkville con una tregua que, más bien, se había sentido como una bendición. Seguía haciendo frío, pero hacía tiempo que la nieve se había derretido y el sol había dejado de jugar al escondite para acariciarles el rostro.

Hazel observó las gotas de lluvia deslizándose por la ventanilla desde el asiento de co-piloto, un dolor profundo en la cabeza mientras se mordía la uña del dedo pulgar. Echó un vistazo rápido al retrovisor, el ceño fruncido de Astrid en los asientos traseros, la sensación de que alguien le estrujaba el estómago en un puño.

Odiaba los hospitales. Pudo confirmarlo al llegar a la capital, la mirada clavada en las baldosas blancas mientras avanzaban en silencio. Odiaba las respiraciones contenidas y los pitidos de las máquinas, el sonido lejano de las sirenas de las ambulancias y la amabilidad forzada de los recepcionistas.

Se quedó mirando la punta de sus Converse desgastadas mientras su padre hablaba con una de ellas, retazos de conversaciones ajenas convirtiéndose en un zumbido que acompañaba el sentimiento de irrealidad que se había adueñado de ella desde que Astrid se había encargado de destrozar la telaraña de mentiras que había estado tejiendo desde los últimos meses.

La miró. Estaba de pie, apoyada contra la pared, los brazos cruzados y el rostro más pálido que nunca. Se había estado mordiendo tanto el labio inferior que lo tenía lleno de pielecitas, una silla de plástico completamente vacía a su lado.

Sentía el peso de un millón de catástrofes naturales sobre los hombros.

—Lo sabía —susurró entonces. Habló tan bajito que esperó que la noruega no le hubiera escuchado bajo el sonido lejano del teclado de uno de los ordenadores de recepción.

Astrid la miró por fin, aunque, en aquel preciso instante, Hazel juró que estaba hecha de hielo.

—¿Qué?

Sintió la bilis subiéndole por el esófago, pero tenía que deshacerse de una parte de aquella cadena de mentiras o el peso acabaría por anclarla bajo tierra para siempre.

—Lo de tu abuelo —dijo. Se formó un silencio tan ensordecedor que Hazel sintió que empezaba a marearse—. Bueno, no del todo. Hace unos meses... Estábamos en tu casa y... Le vi, me pidió que no te dijera nada.

—Habla con claridad —aquella frase fue dura y fugaz como un látigo—. ¿Qué viste?

—N-no lo sé —la chica se abrazó a sí misma, un grupo de personas con batas de color blanco pasando con urgencia frente a ella—. Estaba tosiendo sangre, no sabía hasta qué punto...

Ni siquiera dejó que acabara la frase. Fría como el iceberg que hundió el Titanic, apartó la mirada y, con una serenidad que hizo que a Hazel se le pusiera la piel de gallina, sentenció:

—Vete.

Pum. Una bofetada más. Después de todo, la castaña lo habría merecido.

—No —Hazel negó con la cabeza, dando un paso hacia atrás y buscando confort en la imagen de su padre apoyado sobre el mostrador mientras hablaba con una recepcionista—. No vamos a dejarte aquí.

—Dile a tu padre que gracias por traerme, pero que ya está —Astrid se abrazó a sí misma una vez más, sus nudillos blanquecinos de tanto apretar los puños—. Ya me las arreglo yo sola a partir de ahora.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora