26.

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are you satisfied? – marina

Hazel se llevó el dedo a la boca una vez más, el zumbido que emitía el fosforescente de su clase taladrándole el cerebro. Durante los últimos días, sus uñas se habían reducido a nada.

Hacía más de una semana que Annie no le dirigía la palabra. Se había prometido a sí misma que no le importaba, que tampoco era como si la necesitara. Había entrado en una especie de bucle, los secretos pesando dentro de su garganta como lastres colgando de un globo aerostático, imágenes de servilletas llenas de sangre cada vez que veía el rostro de Astrid.

No le había dicho nada. Ni siquiera estaba segura de si estaba en su derecho de hacerlo, de todas formas. La noruega le había preguntado un par de veces por qué estaba tan rara, aunque ella no supo qué responder.

—Estoy estresada, supongo —había dicho, la mirada clavada en sus uñas enrojecidas—. Los exámenes trimestrales están a la vuelta de la esquina.

Y así era. Estaban a finales de noviembre, el vapor cubriendo las ventanas de la clase de Matemáticas. Hazel había dejado de sentarse con Annie —que, claramente, había empezado a pasar cada clase con Theo y aquel estúpido cubo de Rubik—, un pupitre solitario al final de la clase.

Aquel día, sentía la cabeza como si estuviera enlatada. Su madre la había estado persiguiendo por la casa durante las últimas noches, el sonido de sus tacones contra el suelo incrustado en su cerebro. Quería asegurarse de que todo iba bien —y «todo», para Claire Green, no era más que su vida académica— y no dejaba de recordarle de que ya debería haber presentado su solicitud para entrar en Yale.

Yale, Harvard, Stanford. Qué más daba, mientras fuera una de «las mejores».

Hazel quería aplastarse el cráneo con sus propias manos.

—Hazel Marie Green.

Caminó cabizbaja hacia la mesa de la señorita Bashir, la mirada clavada en la punta desgastada de sus Converse. Sentía que estaba como en una especie de trance, un ligero ensoñamiento, una neblina de la que no podía escapar. Ni siquiera levantó la mirada cuando la mujer le tendió su examen y le dijo:

—No sé qué te ha pasado, Hazel.

No era como si no le importaran sus palabras. En otras circunstancias, una frase así habría activado todos los sistemas de alarma de su cuerpo. En otras circunstancias, se habría dado cuenta de que se le había caído el examen al suelo, el zumbido del fosforescente aún clavado entre las sienes cuando escuchó la voz de Peter McLaren:

—Pero, ¿y esto qué es? ¿Tengo entre mis manos el primer suspenso de Doña Perfecta?

Levantó la mirada, un pinchazo lleno de pánico en la boca de su estómago. Intentó arrebatarle el examen, pero Peter fue más rápido al apartar la mano.

Soltó una carcajada, sentándose sobre el pupitre de Brent.

—Tío —dijo—. Esto es épico. Debería venderlo en eBay y sacarme algo de pasta, ¿no? O enseñárselo al rector de Yale, o al de Harvard. ¿Cuánto me pagarías por mi silencio, chica cuervo?

Hazel sintió que empezaban a escocerle los ojos. Le tembló la voz al hablar, el zumbido cada vez más presente, la sensación de que podría explotarle la cabeza en cualquier momento.

—Que te den.

Peter le enseñó los dientes en una sonrisa.

—¿Qué ha pasado, cuervecito? ¿Es que te has quedado tonta después de ir tanto con Jordan Smith y el resto de idiotas? Es que siempre lo digo, ¿eh? Que los empollones con los empollones y los tontos con los tontos, que si no después pasa lo que pasa.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora