17.

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the woods – hollow coves

Lo primero que hizo Hazel al llegar a Aspen fue estirar las piernas. Se bajó la cremallera del abrigo, levantando el rostro y permitiéndose inhalar el aire de otoño. Casi le entraron ganas de llorar cuando reconoció los olores de la vegetación húmeda y la leña recién cortada.

Entre el barullo de personas bajando del autocar, mochilas enormes y maletas arrastrándose, Annie se apresuró a rodear su cuello con un brazo y darle un beso sonoro en la mejilla. Sabía que la castaña odiaba cuando hacía aquello, así que se fue dando saltitos para volver a cogerse del brazo de Theo sin siquiera darle la oportunidad de responderle con un corte de mangas.

Solo estaban los de último curso, pero Hazel nunca había escuchado tantas conversaciones superpuestas en su vida. Era incluso peor que la cafetería del instituto, aunque la mayoría de ellas se resumían en:

—Joder, qué calor.

—¿Para qué se supone que sirve venir a Aspen si no es para esquiar?

—MIRA EL SOL, NO HAY NI UNA SOLA NUBE EN EL CIELO.

Entre todas aquellas voces y murmurios, pudo reconocer la voz de Jordan recriminándole a Astrid:

—Es que no me puedo creer que me hayas abandonado —le dijo, mientras se sacaba el abrigo y se quedaba en manga corta. Estaba completamente chalado. Era cierto que no hacía tanto frío como en Starkville, pero seguía siendo otoño—. Eres una traidora, que lo sepas. He tenido que aguantar los ronquidos de Carlos durante todo el camino.

Se dio cuenta de que Hazel les estaba mirando y se dirigió hacia ella con aquella sonrisa tan característica, su incisivo partido, y le enseñó la pantalla rota de su móvil. Se había recogido el pelo en un moño y le caían un par de rizos sobre el rostro, el pintauñas desgastado como siempre (aquel día, no eran de color negro. Aquel día, había decidido combinar los colores magenta, lavanda y azul y Hazel sabía perfectamente qué quería decir aquello).

—Eh, mira —le dijo el chico, enseñándole una fotografía que había hecho en el autocar—. Míralo durmiendo con la boca abierta. Parece un pececillo.

La castaña no supo muy bien qué decir. Después de todo, no sabía mucho sobre Jordan Smith. Sabía sobre su historia con el esqueleto del laboratorio de Biología, sobre el apodo Bones y sobre que jugaba a baloncesto con Brent Scott en el equipo del instituto, pero poco más.

Sin embargo, no pudo evitar sonreír ante el sonido de la carcajada de Astrid, la noruega colocándose a su lado y haciendo la diferencia de altura entre las dos más obvia que nunca. Desde aquella perspectiva, podía verse claramente que Hazel le llegaba a Astrid a la altura de la parte inferior de la nariz.

La noruega se estaba recolocando el beanie cuando el señor Harrison, el profesor de Biología, y la señora Morgan, la de historia, empezaron a pedir silencio.

—Vale, a ver —dijo la señora Morgan, unas gafas diminutas sobre el puente de su nariz, un ceceo evidente cada vez que pronunciaba la letra «s»—. Silencio, por favor.

—Zilenzio, por favor —susurró Jordan, imitando el ceceo de la profesora y dándole un codazo a Astrid—. Zilenzio, Az-trid.

El señor Harrison le chistó.

—Esto es importante —dijo el hombre, dedicándole una mirada severa a Jordan—. Ha habido un malentendido con el horario de la reserva de las cabañas, así que no podréis entrar hasta después de comer.

El profesor inhaló aire ante la queja colectiva, como si estuviera alimentándose del hecho de decepcionar a sus alumnos.

—Dejaréis las maletas en el autocar y tendréis la mañana libre para, yo qué sé. Hacer lo que se supone que hagáis los adolescentes hoy en día —prosiguió, rascándose justo por debajo de su mostacho negro—. El restaurante del complejo está abierto y, aunque la comida no corre a cargo del instituto, podéis comer allí si lo deseáis. Y, ya sabéis. Nada de irse demasiado lejos. Quedaremos aquí a las cuatro de la tarde, ni un minuto más ni un minuto menos. Si llegáis tarde, será vuestro problema y ya os buscaréis la vida para encontrar vuestra cabaña.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora