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neon gravestones – twenty one pilots

La temperatura de Starkville había logrado un récord durante los últimos días, las máquinas quitanieves recorriendo las carreteras de nuevo, la piel de los dedos irritada incluso bajo los guantes.

Había perdido la gracia. Ya no quedaba nada de la confusión e ilusión iniciales, los niños deslizándose con sus trineos y los jardines llenándose de muñecos de nieve. La eterna ambientación navideña que les había acompañado durante los meses de noviembre, diciembre y enero se había desvanecido por completo, las luces que colgaban de las ventanas de la cafetería Wander como única prueba de que, en algún momento muy lejano, había sido real.

Hazel ni siquiera pareció percatarse. Había pasado las últimas dos semanas encerrada en un bucle del que sentía que no podría salir, la mirada clavada en el suelo mientras caminaba, la cabeza en cualquier lugar excepto allí mismo. Intentó no pensar demasiado en nada que no fueran sus estudios, ya que la llegada de las cartas de la universidad estaba a la vuelta de la esquina. Intentó convertirse en un fantasma de nuevo enterrando su cadáver entre un montón de resúmenes y apuntes, pero no fue posible. Por lo menos, no del todo.

Algo había cambiado en ella. Una especie de clic, un interruptor que debería haber permanecido apagado para siempre.

Era un miércoles —o un jueves, no estaba segura, los días difuminándose entre ellos y convirtiéndose en una masa pegajosa y uniforme— cuando se deslizó sobre la mesa de la cafetería, la cabeza apoyada sobre su antebrazo. Tenía la sensación de estar atrapada en una pecera, las conversaciones que la rodeaban sintiéndose lejanas a través del cristal.

Annie comía un plato de espaguetis delante de ella, la comisura de su labio superior manchada de tomate. La castaña alzó la mirada y buscó a Astrid entre la multitud, la mesa donde solía comer junto a Jordan, Carlos y Joseph completamente vacía.

Suspiró para sus adentros, el corazón encogiéndosele dentro del pecho. Sabía que para aquel entonces ya no debería importarle, pero no la había visto en todo el día.

—¿Dónde está Theo?

Su propia voz le sonó lejana, las palabras enganchadas en su lengua como un chicle que había mantenido demasiado tiempo dentro de la boca.

Annie se encogió de hombros. Su mirada se perdía entre la multitud, incapaz de enfocarse solo en Hazel mientras hablaba con ella.

—No lo sé —respondió—. No ha venido a Mates y tampoco contesta mis mensajes.

La castaña alzó una ceja, pero fue incapaz de levantar la cabeza de la mesa. Era como si el peso del mundo la mantuviera allí, fusionándose con una de las superficies más mugrientas del instituto.

—¿Todo bien? —preguntó.

—Sí —su amiga volvió a encogerse de hombros, su mirada de cervatillo manifestando lo que sus labios negaban—. A veces, simplemente, desaparece.

Hazel pensó en Astrid, en todas las veces que se había desvanecido como arena entre sus dedos. Aunque había intentado evitarlo, la noruega se asomaba por las esquinas de su mente cada vez que intentaba pensar en otra cosa, un doloroso recordatorio de lo mal que habían acabado las cosas entre ellas.

Suspiró, limitándose a escuchar a Annie mientras leía su horóscopo de la semana en uno de aquellos perfiles de Instagram sobre astrología.

—Hashtag libra —leyó en voz alta, los mofletes hinchados mientras masticaba la comida —. Presta más atención a las personas que te rodean, las sombras son cada vez más altas y hay cajones llenos de secretos en cada habitación. ¿Qué se supone que significa eso?

Atención. Hazel agudizó un poco más el oído, el mundo frente a ella tornándose borroso como cuando se quitaba las lentillas. Había escuchado el nombre de Astrid en algún rincón de la cafetería, su mirada recorriendo la estancia mientras intentaba pescar la conversación adecuada en un mar lleno de redes entrelazadas.

—Sí, es ella —estaban justo detrás suyo y no tuvo que girar la cabeza para comprobar que no eran de su curso—. Llegó nueva hace unos meses, está en el último año. La noruega, la del pelo blanco.

—Sé quién dices —respondió otra voz femenina, el sonido de cubiertos chocando entremezclándose con sus palabras—. Esa chica tan alta, la que siempre tiene cara de estar enfadada.

—Pues tuvo que estar muy enfadada ayer, porque me han dicho que casi le pega una paliza a Brent Scott.

Hazel levantó la cabeza de golpe, el corazón dándole un salto dentro del pecho. Annie alzó una ceja, la pantalla de su teléfono móvil iluminándole el rostro. Siguió leyendo el horóscopo, sus uñas arcoíris —una de cada color, todo tonalidades pastel— agitándose mientras gesticulaba con la mano derecha.

—¿Ella? —preguntó la segunda voz, un deje chillón en sus palabras—. Sí, claro. Y yo le pegaré una paliza a La Roca, no te jode.

—Que sí —respondió la primera, la mirada de Hazel moviéndose ligera y disimuladamente hacia su espalda—. Que se coló en el vestuario masculino después del entreno, que me lo dijo Jasper. Al parecer, Brent Scott tenía unas fotos de Rose Wang-Clarke..., bueno. Ya sabes.

La castaña dirigió la mirada casi involuntariamente hacia la mesa donde solían comer, los asientos completamente vacíos a excepción de Ruby, Amelia y Peter. Tragó saliva, intentando no mostrar ningún signo de alarma delante de su amiga, un pinchazo de dolor proviniendo de lo que quedaba de la uña de su pulgar cuando intentó morderla.

—¿Rose Wang-Clarke? Pero si va de santa.

—Sabes que son las peores.

Apretó los dientes con más fuerza, otro pinchazo de dolor recorriendo todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo.

Aquello se estaba poniendo muy feo.

—Creo que van a expulsarla —añadió la primera voz, una chica con mechas californianas de segundo curso—. A la noruega, digo. Jasper me ha dicho que está habiendo problemas en dirección.

—¿Por qué?

—Yo que sé. Estarán pensando qué hacer con ella, supongo.

Algo hizo clic de nuevo, el interruptor encendiéndose de nuevo. Hazel sintió que algo despertaba dentro de su pecho, una especie de adrenalina que le llenó el estómago y los pulmones, una mezcla entre confusión e ira invadiéndola por completo.

Sintió un hormigueo en la punta de los dedos.

Tenía que hacer algo.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora