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carry you – novo amor

Hazel pasó tres días y dos noches en el hospital.

No era nada demasiado grave, dijeron los médicos. La ingresaron al encontrarla, cinco adolescentes desorientados en una biblioteca abandonada, charcos mugrientos de nieve deshecha a su alrededor. No escuchó mucho lo que dijeron los paramédicos, de todas formas. Se aferró al cuerpo de Astrid incluso cuando la metieron en la ambulancia, un millón de preguntas explotando como burbujas a su alrededor.

—¿Sabes dónde estamos?

Astrid.

—¿Cómo te llamas?

—Está... Astrid...

—¿Es tu nombre Astrid?

—No, ella... No sé si respira.

—¿Cuántos años tienes?

—Mi amiga, Astrid... No está bien. Le han atacado, ella...

—¿Conoces a estas personas?

—Astrid...

Dijeron que presentaba algunos síntomas de hipotermia. Empezó con los escalofríos, una toalla que le habían brindado los paramédicos cubriéndole los hombros. Su mente borró gran parte de lo que pasó las horas después, las lágrimas que brotaban de sus ojos sin previo aviso manteniendo sus mejillas húmedas y calientes.

No era capaz de hablar. Arrastraba las palabras, balbuceaba el mismo nombre una y otra vez.

Astrid. Astrid. Astrid.

Durante los primeros días, no dejaron que fuera a verla. Fue Jordan quien la mantuvo al día, sus rizos cayendo sobre su frente mientras le examinaba los dedos de la mano. Habían pasado de ser de color blanco, completamente hinchados y entumecidos, a estar simplemente enrojecidos.

—Aún no ha despertado —dijo el segundo día, un par de sombras de color violáceo descansando bajo sus ojos—. No quieren decir mucho, pero nadie sabe de qué se trata. Solo saben que perdió el conocimiento y que sus constantes vitales son bajas, pero ya está.

«Claro que no saben de qué se trata», pensó Hazel. Cerró los ojos con fuerza al recordar aquella bola blanca tan grande, aquella mirada sin pupilas, aquel alarido tan desgarrador.

Podría haber sido un sueño. Podría habérselo imaginado todo.

Se llevó el dedo a la boca, pero no sintió nada. Era como si tuviera cinco trozos de corcho en cada mano, como si todos los nervios que tenía en los dedos se hubieran dormido para siempre.

—¿Sabes algo de Rose?

Después de todo, la niña de las lágrimas de hielo no se había desvanecido.

Había caído, sí. Había perdido el conocimiento. Pero no había desaparecido. No se había convertido en lluvia de polvo diamante.

Estaba viva, sana y salva, en alguna habitación del Denver Health Medical Center.

—Sigue sin hablar con nadie —Bones se revolvió sobre la cama, las sábanas blancas y acartonadas de hospital moviéndose bajo sus tejanos agujereados. Llevaba una camiseta de manga corta y el sol del exterior iluminaba parte de la habitación—. Pero hoy ha dejado que Annie y yo le demos un paseo por la planta de traumatología, así que supongo que es un paso. Le han dado una silla de ruedas porque no puede hacer muchos esfuerzos, ya sabes. Sigue estando bastante débil.

Rose Wang-Clarke había despertado el día después de los acontecimientos en una cama de hospital, los labios sellados bajo las miradas agotadas y suplicantes de sus padres y su hermana.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora