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MAYO

fear and loathing – marina 

Al final, no se disculpó con la familia de Brent Scott.

Habría preferido estar muerta, de todas formas. Quizás la antigua Hazel lo habría hecho, las rodillas contra el suelo mientras rogaba su perdón. «Por favor, es todo lo que tengo», habría dicho. «Mis notas, la universidad. Si no consigo entrar en Yale, no sé qué será de mí».

No entraría en Yale, estaba segura de aquello. Tampoco en Harvard, ni en Stanford. Y, con el paso que llevaba —el plazo de entrega del artículo terminaba la semana siguiente— tampoco entraría en la Joseph Pulitzer.

Brent se fue a terminar los estudios en Reino Unido. Eso le había dicho Annie la tarde que había ido a visitarla a su casa con una bandeja llena de galletas con la forma de los personajes de Animal Crossing, justo antes de que Lucas irrumpiera en la habitación y se comiera más de la mitad. Brent terminaría los estudios en un internado masculino de Londres y, después, quién sabe. Quizás acabaría aprovechando la beca deportiva que le habían dado en la universidad de Denver. O quizás estudiaría en Oxford o en Cambridge, su familia podría comprar el acceso a cualquier lugar al que quisiera entrar.

Brent estaba en Londres, pero Hazel llevaba una semana castigada y recluida en su casa y aún le quedaba una semana más para que finalizara su expulsión. Annie la visitaba de vez en cuando, al igual que Jordan. Incluso Joseph y Carlos se pasaron un día, aunque acabaron rompiendo la lámpara de su habitación con una pelota de baloncesto (¿es que no sabían ir a ningún sitio sin ella?).

—La última vez que te vi, me llegabas por aquí.

En aquellos momentos, Annie estaba tumbada sobre su cama, el edredón por encima y unas sombras violáceas bajo los ojos rasgados. Hizo un ademán con la mano señalando su cadera por encima de las mantas y Lucas se la quedó mirando con el ceño fruncido, las migajas de las galletas que había zampado casi sin respirar rodeándole los labios.

—Y la última vez que te vi, llevabas unos aparatos feísimos —respondió. Ante la mirada de reprobación de su hermana, se encogió de hombros y añadió: —Sin ofender.

Hazel no se atrevió a preguntarle sobre Rose, su último encuentro aun helándole la sangre. Sabía que había vuelto al instituto porque se lo había explicado Jordan, aunque ya no se sentaba con Ruby, Amelia y Peter en la cafetería. De hecho, no se la veía hablando con nadie más allá de su hermana, que se sentaba con ella en el autobús. No se le veía el pelo a la hora de comer y en clase siempre se quedaba muy callada, mirando al frente con la mandíbula apretada.

—Le hice reír el otro día y sentí que había ganado la puta lotería —le había dicho el chico esqueleto—. Pero ya está. Tampoco es como si fuera fácil acercarse a ella, la verdad.

Cada vez que Jordan venía a visitarla, se veía enfrascada en una batalla consigo misma. «No preguntes sobre Astrid», se decía. Y, acto seguido, su propia lengua la traicionaba para pronunciar las palabras:

—¿Y Astrid? ¿Cómo está?

Aquello era lo que sabía: Astrid había vuelto al instituto. No le habían expulsado y tampoco había quedado ninguna mancha en su expediente, al igual que había pasado con Brent.

El director Wallace había decidido fingir que nada de aquello había pasado, punto.

Hazel y Dalia no habían tenido la misma suerte. Después de todo, había pruebas en la red que dejarían huella digital para siempre. «Tienes suerte de que su familia haya decidido no denunciarte», le había dicho su padre. «Sé que es injusto, pero se trata de una difamación. Sé que no estáis muy bien, pero ha sido tu madre quien ha hablado con los Scott. Quizás deberías darle las gracias cuando las cosas se enfríen entre vosotras».

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora