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wisdom cries – aurora

Hazel se abrigó con todo lo que encontró en el armario de su habitación, aunque nada parecía suficiente para el temporal que se había levantado allá fuera.

El viento rugía con fuerza y golpeaba puertas y ventanas, sus pasos sigilosos sobre la moqueta mientras intentaba salir de casa sin que nadie se diera cuenta. Pum, pum. La madera de la puerta principal temblando frente a ella. Pum, pum. Los latidos de su corazón obstruyéndole la garganta.

Cuando salió al fin, el frío y el viento eran insoportables.

Intentó avanzar, un brazo cubriendo su rostro y las pantorillas hundiéndose en la nieve. Un paso, dos pasos. Era como intentar caminar entre arenas movedizas, como estar atrapado en el ojo de un huracán.

Apenas podía distinguir el fantasma de Starkville ante aquel manto uniforme, los ojos llorándole a causa del viento. Intentó cubrirse el rostro con el antebrazo, siendo incapaz de de si quiera ponerse la capucha. Tropezó con un banco que ni siquiera había visto porque ya nada existía,

la nieve se lo había tragado absolutamente todo.

No supo durante cuánto tiempo estuvo caminando. Intentó distinguir carreteras y calles, cadáveres de coches congelados y señales de tráfico dobladas por el viento. Cuando divisó una sombra de color negro en la lejanía con una enorme capa protegiéndola del temporal, sonrió para sus adentros.

No podía mover ningún músculo de su rostro, pero estaba segura de que se trataba de Jordan.

Cuando logró llegar hasta él, el chico la cubrió con su capa también. Avanzaron de manera lenta, codo con codo, sintiendo el crujir de la nieve bajo su calzado, incapaces de escuchar nada más que el silbido de la ventada que intentaba arrebatarles el trozo de tela bajo el que se cobijaban.

Habían vivido en Starkville toda su vida, pero orientarse para llegar hasta la biblioteca abandonada con aquel temporal fue lo más difícil que habían hecho jamás.

Hazel sabía que se acercaban a ellos, sin embargo, porque cada vez era más fuerte.

El viento que azotaba sus rostros. El frío que calaba sus huesos. Jordan le había cogido de los hombros para mantenerla en pie, sus rodillas empezando a desfallecer y haciendo que cayera contra la dura nieve.

Los árboles, completamente desnudos y sin vida, se agitaban a su alrededor. Casi podía verse el viento: un millón de espirales de copos revoloteando sobre sus cabezas, ramas partidas y trozos de señales de tráfico, coches e incluso edificios siendo arrastrados. Contenedores volcados y ni un solo alma por la calle. Era como si pasearan a través de un pueblo fantasma, la sombra de lo que habría sido el infierno si hubiera estado repleto de hielo y no de fuego.

—Después de esto —Jordan tuvo que haberse dejado la garganta para gritar aquello, la nariz congelada contra la oreja de Hazel—, más te vale invitarme a McDonald's durante tres meses seguidos.

Tardaron mucho tiempo en distinguir la silueta del cadáver de lo que había sido la biblioteca Sylvia Plath. Hazel intentó abrir los ojos y ver con más claridad, la borrasca dificultándole la visión.

Era la biblioteca abandonada, no había duda.

Todas las ventanas estaban completamente desnudas, sin rastro de los trozos de cristal que sobresalían de las esquinas cada vez que había intentado entrar, las puertas que en un pasado habían estado tapiadas abiertas de par en par.

Distinguió un par de siluetas humanas muy cerca de la puerta principal, la nieve cubriéndoles las rodillas. Clavó las uñas en el brazo de Jordan, aunque estaba segura de que ninguno de los dos era capaz de sentir nada en absoluto. Con aquella capa hondando sobre ellos como una bandera, avanzaron hacia ellas.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora