10.

580 70 10
                                    

(can we be friends?) – conan gray

A Astrid solo le vinieron dos palabras a la cabeza cuando entró en casa de Hazel por primera vez:

Lo sabía.

Las personas como Hazel eran tan predecibles... Con sus camisas blancas siempre planchadas, la cabeza bien alta cuando caminaban por los pasillos del instituto. La clase media-alta estadounidense, ese tipo de casas de más de una planta con jardín vallado, un columpio solitario entre dos árboles, los coches aparcados en la entrada gritando «dinero».

Las vidas de Dom y Mateo, sus amigos en Chicago, habían sido muy parecidas a la suya. Vivían en el mismo edificio sin ascensor, las paredes cayéndose a trozos y los borrachos dejando regalitos en el portal. Liam había sido el único diferente, su casa en Mount Greenwood y un padre al que detestaba con todo su ser, las escapadas en metro y todos sus esfuerzos por esconder el dinero que tenía su familia.

Al llegar a aquel lugar, Astrid se sintió bastante abrumada. Incluso cuando el padre de Hazel le abrió la puerta y la recibió con una sonrisa tan cálida que podría haber derretido toda la nieve de Starkville, sintió que no pertenecía allí. Ella pertenecía a los barrios bajos de Chicago, a los aparcamientos en los que se colaban para patinar con el skate, a las carreras bajo las construcciones de las vías del tren.

—Es un placer conocerte, Astrid.

El padre de Hazel era todo lo contrario a su abuelo. Tenía un rostro que inspiraba confianza, las facciones delicadas y unas arrugas sobre las comisuras de los labios de tanto sonreír. Cuando le tendió la mano, se dio cuenta de que estaba manchada de harina y que venía un olorcillo a repostería desde lo que imaginó que sería la cocina.

—Hazel me ha dicho que eras de Noruega, ¿verdad? Mi mujer y yo estuvimos en Bergen hace muchos años, justo antes de que nacieran los pequeñajos. Era precioso, casi como si estuvieras en un...

—Sí, papá —su compañera de clase apareció tras el hombre, los brazos cruzados y las mejillas ligeramente hinchadas—. Lo ha pillado. Bergen era muy bonito, los fiordos y todas esas cosas. Pero tenemos que hacer un trabajo y no tenemos mucho tiempo, así que vamos a subir a mi habitación.

Astrid frunció los labios en una sonrisa antes de que Hazel la cogiera de la muñeca y la arrastrara hasta el piso superior, la textura de la moqueta de la escalera haciéndose notar bajo sus deportivas.

Había sido bastante tajante, pero, la verdad, Astrid lo había agradecido. No se le daba bien hablar con desconocidos. Especialmente, cuando los desconocidos eran tan amables como James Green.

—Tiene que ser abrumador —dijo Hazel sin mirarla, un moñito castaño muy pequeño sobre su cabeza.

—¿El qué?

—Que la gente cuente sus experiencias como turista cada vez que descubre de dónde eres.

Astrid se encogió de hombros.

—Estoy acostumbrada.

Hazel no dijo nada más. La noruega entró con algo de timidez en su habitación, la sensación de que estaba invadiendo un espacio que era solo suyo. Tan, tan suyo. Con todas esas tonalidades de marrón, los muebles de madera y todos aquellos libros decorando cada estantería. Tenía una vitrina con trofeos y medallas que no se aturó a observar, pues no podía dejar de pensar en el hecho de que aquella habitación era tres veces más grande que la suya.

Intentó no pisar una de esas alfombras tan grandes que no caben en la lavadora, del tipo que podría arruinarse por completo con una simple mancha de Coca-Cola. Se quedó mirando su escritorio, el Mac que había llevado a la biblioteca y un montón de post-its de colores con recordatorios y cosas que hacer. Tenía tantos bolígrafos de colores diferentes que parecía que los coleccionaba y un montón de recortes sueltos de periódicos viejos, artículos con fechas diferentes y titulares como «The Washington Post gana el premio Pulitzer en periodismo en la categoría de Reportajes Nacionales» estaban enganchados en la pared.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora