45.

419 62 26
                                    

she – dodie

Hazel recibió la llamada un domingo por la mañana.

—Niña —escuchó aquel acento duro como el acero tan inconfundible abriéndose paso desde el otro lado de la línea—. Odio tener que ser yo quien te diga esto, pero creo que deberías venir a casa.

Apenas pudo despedirse del señor Johansen.

—Gracias, gracias, gracias —murmuró una y otra vez, el móvil entre el hombro y la mejilla mientras se calzaba las bambas—. Gracias. Ahora voy. Ahora voy, no tardaré nada. Gracias de verdad, señor.

Ni siquiera cogió el autobús. Se quedó dando saltitos en la parada, el sol de mayo empezando a abrirse paso entre las nubes de aquella mañana de primavera. Esperó cinco, diez segundos. Comprobó el horario y vio que el vehículo tardaría diez minutos en recogerla.

Era demasiado tiempo.

Echó a correr entre los charcos de nieve derretida y la hierba, de un verde brillante, que crecía en cada esquina. Se manchó las bambas y parte de las pantorrillas de los tejanos de barro, pero no le importó en absoluto. Le ardían los pulmones, el viento —suave, con olor a polen, templado como una brisa primaveral— le golpeaba el rostro por la velocidad. Podía sentir su corazón latiendo contra su pecho, contra cada pequeña parte de su cuerpo. Pum, pum. Pum, pum. Los oídos. Pum, pum. Pum, pum. El cuello.

Inclinó la cabeza en una especie de reverencia-saludo cuando Olaf Johansen le abrió la puerta, la barba blanca y gris recién cortada —le había crecido considerablemente durante la estada de Astrid en el hospital— y un par de brazos anchos cruzados sobre el pecho.

—Está en su habitación —le dijo el anciano en un inglés bastante espeso—. Pero hazme el favor de respirar, niña. No quiero tener que volver a pasar por ese maldito hospital.

La velocidad —la emoción, la ilusión— se desvanecieron en cuanto cruzó el umbral de la puerta.

Allí dentro, no podía escuchar el sonido de los pájaros cantando. Allí dentro, no olía a polen ni a hierba húmeda, no había charcos marcando punto final al invierno eterno que se había apoderado de Starkville durante los últimos meses.

Le temblaron las piernas cuando entró en la habitación. Se aclaró la garganta antes de verla, un halo de luz iluminando el rostro de la persona a la que tanto había querido.

Parecía más pequeña, en cierto modo. Más frágil. Un par de líneas bajo los ojos, una coleta baja que deshizo en el momento en el que la vio entrar. Una camiseta de manga corta ancha, la ventana abierta tras ella. Un par de shorts de baloncesto, un calcetín de cada color.

Naranja para el de los rollitos de canela. Rojo para los pastelitos de nata.

—Eres una imbécil.

Podría haberle dicho un millón de cosas.

Que la echaba de menos, que lo sentía. Que no había podido dejar de pensar en ella desde la última vez que se habían visto, o incluso mucho antes de aquello, incluso antes de que se conocieran en el instituto. Que verla postrada en aquella cama de hospital le había hecho las costillas añicos, que no había podido respirar desde entonces. Podría haberle preguntado cómo estaba, si seguía enfadada por lo que había hecho.

Pero sus labios tenían otros planes para ella.

«Eres una imbécil», había querido decirle. «No deberías haberte puesto ahí delante, no deberías haberte puesto en peligro de aquella manera». Frunció los labios, mordiéndose el interior de la mejilla —le había prometido a Annie que no volvería a morderse las uñas, que intentaría dejar atrás aquel mal hábito que estaba destrozándole los dedos— e hinchando las mejillas como una ardilla.

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora