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i don't want to talk – wallows

Estaba sentada sobre las gradas exteriores, una capa de hielo recubriendo las líneas desdibujadas de la pista de atletismo que se abría frente a ella.

Debería estar en clase. Debería estar en Biología, la calva del señor Harrison brillando bajo la luz fosforescente del aula. Debería haberle dado algún tipo de explicación a Annie —que se encontraría con el pupitre a su lado completamente vacío—, debería haberle dicho lo que había pasado con su hermana.

Sin embargo, allí estaba. Las manos enterradas en los bolsillos de su anorak, el viento helado golpeándole el rostro y haciendo que le lloraran los ojos. Sorbió por la nariz cuando la vio llegar, unos pantalones anchos de color negro y un par de piercings hélix en la oreja derecha.

—Más te vale que sea algo importante —dijo, su cabello trenzado agitándose cuando se sentó a su lado—. Ni siquiera me he acabado los espaguetis.

Hazel frunció los labios en una sonrisa, completamente incapaz de mirarla a la cara. La hermana pequeña de Jordan era una de las personas más imponentes que había conocido jamás, y aquello era mucho decir teniendo en cuenta quién era su propia madre.

—Estaban bastante secos.

Dalia Smith le dedicó una sonrisa de medio lado. Tenía una de aquellas bellezas feroces que cortaban la respiración, el eyeliner más grueso y con el trazo más perfecto que Hazel había visto jamás, un pañuelo con estampado de paisley rodeándole la cabeza.

Advirtió en la forma en la que su rostro se aniñaba al sonreír, la única prueba que afirmaba que acababa de cumplir dieciséis años. Las visitas de su blog feminista se habían disparado durante los últimos meses y ya contaba con más de treinta mil seguidores en su cuenta de Instagram, una responsabilidad demasiado grande para alguien tan joven.

—Entonces —dijo la chica, los mismos dientes separados de su hermano—, dime. ¿Qué es lo que querías?

Hazel suspiró, una nube de vaho formándose frente a ella.

—Me he enterado —respondió—. De lo que pasó en el vestuario después del entreno de baloncesto.

Dalia miró hacia arriba, un manto grisáceo tapando cualquier resquicio de sol. Se ajustó los guantes agujereados de su hermano y estiró las piernas, unas botas negras desgastadas sobre el cemento cubierto de escarcha.

—No estaba allí cuando pasó —dijo—. Estaba en la peluquería, ayudando a mi hermano. Si hubiera estado ahí, te aseguro que me habría encargado personalmente de partirle los dientes a Brent y al resto de trogloditas.

—Doy fe de ello.

Hazel no estaba segura de qué habría hecho ella.

No era del tipo de personas que reaccionaban, de todas formas. No era una Astrid ni una Dalia, pues el fuego de un millón de incendios forestales no recorría sus venas. Se acumulaba en las puntas de sus dedos, un pequeño hormigueo empujándola a escribir, a rasgar el papel hasta que la tinta ardiera.

Quería creer que, después de todo, aquello era suficiente.

—Hace mucho que no escribes —Dalia Smith clavó sus ojos negros en ella, casi como si hubiera heredado los poderes psíquicos de su madre y le hubiera leído la mente—. Solía admirarte, ¿sabes?

La castaña frunció un poco el ceño, intentando ignorar el hecho de que se le habían entumecido los dedos de los pies dentro de las botas. ¿Dalia Smith, que había fundado FEMBLREV a los catorce y había concedido entrevistas a portales importantes como Teen Vogue, la había admirado? ¿A ella?

Todos los días de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora