Capítulo 53 - La guerra declarada

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La mañana pronto se oscureció. El sol que resplandecía al principio ya no quería ser testigo del retorcido plan que tenía entre manos la malvada Nora, y que implicaría a los niños, los cuales fueron atraídos como moscas hacia un banquete digno de ellos. Golosinas; alfajores; helados; chocolatada. Lo que pidieran, lo tenían al alcance de la mano. Todo era felicidad. Solo sus mascotas parecían percibir que algo no andaba bien en aquella perfecta escena familiar matutina la cual observaban desde uno de los enormes sillones ornamentados.

—Queremos premiarlos por sus excelentes notas en el colegio. La maestra me ha hablado muy bien de ustedes —dijo su padre con una sonrisa cómplice que se flechaba con la perversa mirada de su madre—. Por eso quisimos retribuirles.

—Estamos muy orgullosos de ustedes —respondió Nora.

Los niños solo sonreían con migas de una cosa y la otra desparramadas por su rostro. Aquello era algo que usualmente molestaba a su padre, pero esta vez era distinto. Pues Martina y Mateo habían caído en su trampa mortal, como Hansel y Gretel lo hicieron al probar los dulces de la bruja que los quería comer.

Ambos hermanos pronto comenzaron a tener mucho, mucho sueño, hasta perder el enfoque directo con la realidad. Habían sido sedados sin apenas darse cuenta de aquello. Pronto el sueño se fue apoderando de sus mentes y las voces a su alrededor se distorsionaron hasta volver a apagarse.

—¡Perfecto! Ya están tal cual como los queríamos —dijo Nora rebosante de alegría.

—¿No nos habremos pasado? —preguntó Manuel sin estar muy seguro de su plan.

—¡No! Tranquilo. Con tu padre usaba el doble y no le hacía nada —le confesó como si le contara tan solo una anécdota casual—. Traeme unos trapos, hay que amordazarlos, vendarlos y encerrarlos arriba —le ordenó de forma frívola. Manuel obedeció.


***

Más tarde los niños despertaron pero sin ver nada a su alrededor. Todo era oscuridad. El piso era frío, no podían gritar y las cuerdas les lastimaban las manitos. Eran prisioneros. Sus gritos ahogados solo fueron escuchados por ellos mismos... y nadie más.


***

En el conventillo Santiago intentaba adaptarse a la realidad que aún le era ajena, pero de a poco los recuerdos iban viniendo como a cuentagotas que le generaban escalofríos de tan solo recordar parte de aquel pasado enterrado en los recovecos más oscuros de su mente.

Pero todo estaba a punto de cambiar cuando su madre puso en el tocadiscos una canción que le puso la piel de gallina de inmediato. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando recordó que aquella era su canción favorita de siempre, y que su madre lo sabía.

Santiago comenzaba a recordar, y la nostalgia le devolvía la vida que le habían arrebatado aquella noche. Conforme la canción sonaba y su letra le iba calando hondo el muchacho fue recordando su nombre, su familia, y momentos inolvidables con amigos en los que aquella música sonaba de fondo. Recordaba cuánto le gustaba bailar hasta marearse al escucharla, y los gritos de sus padres hartos de que la escuchara una y otra vez al punto de rayar su anterior vinilo. Pronto se le vinieron las imágenes de Florencia diciendo su nombre mientras sonaba la canción. Santiago, Santi, ¿estás ahí?

Tenía la emoción a flor de piel. Pero no todas eran buenas. También le inundó la oscuridad al recordar cómo Guillermo le había mentido sobre su verdadera identidad. No se llamaba Argimiro, y no sabía por qué un amigo le mentiría así. Al parecer, aún habían misterios sin resolver dentro de su cabeza.

Sombras en la noche (#SdV 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora