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11. Rastro del sabor a fuego

Hermione Granger era una Gryffindor silenciosa, la única de su tipo si somos honestos. No había demasiado para decir sobre ella y no porque se tratará de un personaje particularmente desagradable sino porque estaba agresivamente alejada de sus compañeros.

La razón podría ser que aún después de años no encajaba en aquel díscolo grupo de leones o porque su severo estatus como fanática de las reglas no terminaba de convencer a los otros niños.

Si te interesaba saber sobre ella debías acudir a quienes la conocían de verdad, como sus maestros o el agradable guardabosques que tanta paciencia tenía. En realidad, el apellido de Hermione estaba continuamente en boca de sus docentes, pero no por sembrar caos como era el caso de sus compañeros sino más bien por el intelecto y prudencia que había mantenido a lo largo de los años.

Aunque algunos opinarían por supuesto, que habría sido sensato colmar una menor cantidad de elogios sobre la cabeza de la niña.

Hermione como parte del conjunto de aquellos que comparten una mente tan prodigiosa era curiosa. O como su gentil amiga Hannah solía recordarle a veces, entrometida.

Para desgracia de Harry a Hermione siempre le había interesado inmiscuirse en misterios o destapar secretos sucios, tal vez por la diminuta satisfacción de saberse tan astuta o demostrar que superaba incluso a aquellos otros niños mágicos. Como sea Hermione, aunque no despreciada no era muy querida en Gryffindor, lugar en el que constantemente se cocinaban infracciones y era la cuna de un sinfín de rebeldes.

En la última semana Granger se había encaprichado con el enigmático sobrino del profesor Potter, que tan guapo como idéntico a su tío era. Honestamente le despertaba inquietud observarles caminar uno junto al otro por ahí, como dos reflejos opuestos.

El molesto gusanito de la curiosidad había anidado en la rápida mente de Hermione, y ni siquiera el conocimiento de que si molestaba demasiado el profesor Black la colgaría de las orejas en el bosque lograba amedrentarla.

Hermione fisgoneo a través de antiguos periódicos en búsqueda de menciones sobre otro Potter, algún primo o sobrino lejano. Devoro volúmenes respecto a arrogantes familias antiguas y siguió cada ramificación hasta que estas se extinguieron, incluso las muertas líneas femeninas o aquellas mezcladas.

Pero la casa Potter así como tantas otras nobles y puristas había sido castigada con precaria descendencia. No había y no existía otro que el mismo profesor.

Entonces acudió a su compañero prefecto, con la naricita levantada orgullosamente y este gran asunto entre sus manos. Como lideres en Gryffindor se suponía él debía compartir su interés por los puntos en cuestión que alteraran la dinámica del castillo.

Aunque en realidad Ronald Weasley era holgazán y decepcionante. Le preocupaban mayoritariamente los asuntos que establecieran algún posible conflicto o amenaza para su gente, por lo demás su mente solo era quidditch y el vagabundeo clásico de la casa.

Sintiéndose alguien de importancia espero luego de poner sobre la mesa sus dudas respecto al joven Harrison Potter, porque sabía que Ronald era tan protector como huraño respecto a los asuntos que pudieran resultar algo turbios.

Pero el prefecto frunció el ceño hacia ella y dejo de pulir su vieja escoba. Puso de mala gana la cera a un lado y apoyo los codos sobre sus rodillas, tronándose los huesos de los dedos. A Hermione le picaba un poco la nariz por el olor a producto, pero Ronald era tan masculino y enorme que se forzó a mantenerse digna. No podía mostrar ni un poco de debilidad.

─Vaya vida inútil. ─silbo apreciativamente el joven. Tenía una mirada extraña, por un segundo compasiva─ Y que desperdicio de cerebro, si es que tienes tanto como siempre presumen los maestros.

El castillo en nunca jamásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora