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Los días grises en que te lloré

En Hogsmeade había un bar al que todos sin duda habían ido aunque sea una vez. No era el mismo que personajes ilustres como Albus Dumbledore, Ojoloco Moody o los Potter frecuentaron, pero cuando la guerra terminó fue construido en el mismo sitio que el otro, y era aún así bastante viejo.

A diferencia de sus escaparates modestos, su interior era el de una gran cabaña llena de movimiento. Existían cosas bullendo en cada esquina y magia girando en el aire, grupitos de estudiantes que se agolpaban tomando cerveza de mantequilla a sorbos y adultos haciendo transacciones.

Una barra de madera en el costado, por la que patinaban copas y vasos llenos hasta el tope, daba oportunidad a que los solitarios se sentaran sin tener que hablar si no querían hacerlo. Allí estaba un mago delgado y de aura sombría, envuelto hasta la nariz en una túnica harapienta.

Se quedó mirando durante mucho rato a los estudiantes de Gryffindor, aunque no parecía feliz de hacerlo. Le recordaban cosas indeseables... O tal vez al contrario, le hacían darse cuenta de lo mucho que anhelaba algunas y por eso no le gustaban.

Con sus ojos cansados puestos en un punto de la barra, se perdió en pensamientos infelices. Hasta que alguien tomó asiento al lado de él y una mano cálida acaricio su muslo.

El mago nunca había sido paciente con las cosas que le resultaban feas a la vista, pero esta vez era una excepción. Obligarse a soportar dificultades era algo a lo que venía acostumbrándose desde hace poco.

Aquel era un chico de Hogwarts, de último año, que pretendía probar suerte con un misterioso desconocido solo por la emoción de hacerlo. Era patético, con enormes ojos claros y el cabello rubio de un príncipe moderno.

Lo miro dos segundos con indiferencia, y desvió el rostro para seguir bebiendo.

─Tengo pareja. ─dijo. Su voz era muy fría y al muchacho le encantó, así que persistio porque nadie le había explicado cuando convenía rendirse. ¡Era completamente su tipo!

─No soy celoso.

El hombre bajó las pestañas con indiferencia, había tardado años en controlar ese carácter suyo. Y es que cuando se está solo la tristeza consume más rápido, y con ella también la cólera se vuelve fuerte.

Levantó su copa nuevamente, pero la detuvo antes de que llegar a los labios. El estudiante pareció notar que algo cambió, porque se sentó más derecho y lo miro obedientemente; cuando ladeó la cabeza y le sonrió de forma malvada el chico se derritió, pues su rostro descubierto era tan bello que ni siquiera le interesaría entregar los secretos de Gryffindor por el bien de un beso suyo.

Tanto de este ímpetu, debido quizás a las hormonas de un jovencito que comienza a ser hombre, facilitó las ideas que el otro tramó.

Bajo los ojos, mirándolo de pies y cabeza, y con un movimiento de mentón señaló los baños. Era más una orden que una invitación, pero al estudiante no le importo su desplante de dominio, pues exudaba el peligro y encanto de una vida que aún desconocía.

Sus mejillas se colorearon encantadoramente y de un salto bajó del taburete, dio una miradita rápida a sus amigos que chiflaban desde el otro lado y se apuro. El hombre lo miró irse, viendo el fantasma de otros en su energía y juventud, antes de seguir su camino de manera menos jovial. Arrastraba los pies con el andar pausado de un depredador cansado.

Parecía un vampiro persiguiendo los últimos suspiros de su víctima.

Cuando la puerta selló la escena prohibida, los risueños ojos de varios adolescentes permanecieron en vilo, observando en aquella dirección y sin querer perder detalle. Tal vez algún golpeteo o gemido perdido, cualquier cosa que les diera un detalle por el que alborotarse.

El castillo en nunca jamásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora