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Oculto en lo prohibido

Desde su matrimonio James había aprendido lo que era vivir con alegría otra vez. A Harry le gustaba estar envuelto en cada capricho que se le ocurría, que si bien no solían llegar a ser tan loco como cualquiera de Sirius, no carecían de esa misma esencia juguetona.

Había ocasiones en las que creía estar solo, y se sumergia en un tren de pensamientos que lo hacía ver tan miserable como antaño. Era indudable que aún sufría acosado por fantasmas de la conciencia y su pena; pero apenas entraba Sirius a ojos, cobraba esa vida que lo hacía lucir tan joven y simpático como en sus mejores años merodeadores.

Había adoptado a Ron como el amigo de su hijo con tal naturalidad que este parecía haber estado siempre ahí, desde hace muchos años creciendo a su lado. Le parecía de lo más normal que su querido Harry tuviera un compañero tan fiel y bueno como los tuvo él mismo en el pasado. Los Potter tenían buena suerte con los amigos, pese a las muchas trampas que les había jugado el destino y los tramposos que quisieron influenciarlo.

Así que para él, jugar con Ron y Harry, era una experiencia tan entretenida como lo sería el pasar el rato con dos de sus hijos. Verlos juntos era obtener un vistazo a la repetición de un cuento, uno sencillo y bonito. Por lo que James estaba feliz de pasar horas con ellos, simplemente llevándolos a experimentar la gracia de una juventud que muchas veces era demasiado corta y si no sabias despedirle, hasta cruel.

Mientras caía sobre ellos la tormenta más inesperada y terrible de los últimos años, los tres volaban atravesando las rafagas heladas de viento; empapados, riendo y arrojándose sin sentido los unos contra los otros en una competencia que no tenía ni pies ni cabeza, pues eran un montón de jugadores sin rival ni posición.

Harry no había jugado quidditch antes, ni subido a una escoba con más propósitos que huir o transportarse. Pero sintió que era algo tan natural para él, como lo que era la magia para cualquier mago.

Estilando y con el pelo pegado a la cara, Ron se detuvo a mirar a la pareja de padre e hijo sin estar muy seguro de cuál era su amigo y cual James. No quería cometer un error y terminar siendo grosero con el mayor, pero con los enormes visores y el entorpecimiento de la lluvia era difícil diferenciar a esos dos, que por lo general eran casi mellizos. Incluso el cabello ligeramente más largo de Harry no servía, porque se habían puesto gorros idénticos (creía que especialmente para engañarlo).

Sin embargo todos sus cuestionamientos resultaron ridículos cuando James Potter (reconocido por su risa ronca y la fuerza brutal de sus músculos) lo empujo, enviándolo a dar volteretas por el aire helado y la lluvia. A James le daba igual que fuera el hijo de alguien más, lo arrojaba con la misma brutalidad que a cualquiera con quien llevara años de buena relación, y esperaba lo mismo de su parte.

Pero Ron, aunque menos ágil en la escoba, era más grande. Así que cuando fue a por su merecida revancha James voló lejos, haciéndose descaradamente el desentendido.

Ron no tuvo otra opción más que dirigirse a Harry, a quien se le atoro la risa en seco mientras sostenía inocentemente una quaffle y jugaba a asestar.

Cuando vio venir al pelirrojo, enorme en su diminuta escoba y sonriendo maliciosamente no tuvo que pensarlo mucho.

Ágil como un pajarito Harry se zambulló en el cielo, arrojandole la pelota en la cara y huyendo igual que su padre. Los Potter eran valerosos pero no estúpidos, y a un bruto como Ron no le podían hacer cara con sus escuálidos músculos. Aún peor Harry, que ni el más diminuto gramo de grasa tenía para resistir a una buena zarandeada.

James se unió a él en la escapada, muerto de la risa.

─¡Agarremoslo entre los dos! ─le gritó por sobre el clamor de la tormenta, con una sonrisa tan preciosa que bien podría destruir ciudades y construir imperios.

El castillo en nunca jamásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora