17

338 49 0
                                    




17.       Las estrellas del loco

A James y Sirius no les había caído bien el susto durante el partido de quidditch. Por un tiempo fueron más agresivos en su protección, y como a Harry le daba vergüenza asomarse por Gryffindor estuvo bien con complacerlos y con la idea de volverse su pequeña sombra, todo para calmar un poco sus corazones heridos.

Los leones en realidad no le dedicaban demasiados pensamientos al asunto, porque muchas veces los partidos se arruinaban por cuestiones (pleitos, sobre todo) mucho menores. Era solo Harry que estaba poco acostumbrado al afecto, y con el continuo sentimiento de inferioridad que lo alejaba respecto a jóvenes con crianzas tan alegres y sanas.

Aquella noche de pie en la torre de astronomía, con la capa más gruesa de su padre y un feo gorro de lana que Ron recibió en el correo, se sintió extraño. Los niños de tercer año se agolpaban contra la baranda delgada, que para empezar no daba nada de confianza, asomando las cabezas hacia el vacío como si la juventud les librara del miedo a la muerte.

Se encontró como un viejo muñeco roto viéndolos reír y empujarse unos a otros, ¿había sido como ellos alguna vez?

Aunque por ese entonces habían sido Ron, Hermione y él, siempre fueron conscientes de su propia mortalidad. De que sus vidas eran tan fáciles de borrar para el ejercito enemigo, que incluso el batir de un susurro perdido podía alcanzarlos.

También llevaban el peso de sus propias responsabilidades. Con trece años Harry tenía muy claro que pasaría con el mundo si se moría, ya sea por una estupidez o en un ataque.

A Harry le habría gustado ser así de despreocupado, pero esa oportunidad se la habían quitado para siempre. Ya no podía borrar la envidia que se le filtraba hasta los huesos, como un veneno.

Todo había empezado en el fuego de Gryffindor, esa vez que a Ron se le quemaron las manos o incluso mucho antes, cuando a Lily y James los mataron por él. Harry era sin duda extraño y muy amargado, porque incluso en ese mundo de vidas perfectas no terminaba de olvidar las cosas infelices.

A un costado varios telescopios de tono cobrizo y esmaltados en oro formaban una línea. Eran aparatos muy viejos, pero también muy valiosos y cuando Harry vio a Sirius acariciar tiernamente la abolladura en uno de ellos supo que eran los mismos en los que él aprendió.

El mago lo atrapo viendo y le sonrió hasta que las esquinas de sus ojos se arrugaron.

─Le pegué a Colagusano con este. ─contó, pero después de un momento se puso rígido y quito la mano.

Harry había escuchado hace tiempo la historia de los merodeadores, y también visto en lo que Peter se convirtió con el paso de los años. No podía decirle mucho a Sirius porque ese no había sido su amigo y no sentía su traición más que como el acostumbrado salvajismo de un extraño, a lo sumo lo lamentaba como algo que pudo ser.

Y Sirius tampoco esperaba consuelo, porque después de toser un poco levanto ese telescopio y lo llevo hacia una esquina.

─Mi familia guardo siempre un poco de amor por estas cosas viejas, incluso si uno no quería terminaba por cogerles cariño igualmente.  ─le dijo mientras posicionaba el catalejo─ Antes de conocer a tu padre o en los veranos después de la escuela había pocas cosas que hacer, así que subía hasta la buhardilla y por un pequeño agujero vigilaba el cielo.

Apunto la lente del instrumento y Harry pudo ver que sabía perfectamente lo que hacía, sus dedos largos recorrían sin ver el costado buscando que lugares tocar y ni siquiera parecía preocupado de dirigirlo o no hacía la dirección equivocada.

El castillo en nunca jamásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora