29. Juntos en el abismo

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No recuerdo mucho sobre mi madre pero recuerdo su cabello. Y sus ojos, que eran como los de mi hermana. No fue una mujer cariñosa pero no le guardo rencor. Sé que no fue su culpa, sólo estaba rota.

Con los años su rostro se ha vuelto borroso pero su voz permanece clara en mi mente, tallada en piedra: "Tú no eres como tu hermana", decía siempre mientras yo le cepillaba el cabello, "La vida será dura contigo".

Éramos pobres, vivíamos en una casa pequeña que no era nuestra, en un pueblito a una hora de la ciudad más cercana, así que la vida no era muy fácil, pero era tranquila y siendo una niña, en realidad no me preocupaba mucho por ello.

Desde que tengo memoria, sólo éramos mi madre, mi hermana y yo. Jamás conocí al hombre que me engendró, ni siquiera supe su nombre porque nadie lo mencionaba, mucho menos teníamos una fotografía suya.

Cuando era niña no lo entendía pero tenía razón, mi hermana y yo no nos parecíamos mucho. Ambas teníamos el cabello de nuestra madre, pero mi hermana tenía sus ojos: verdes como esmeraldas. Era alta, con una figura esbelta y agraciada. Su rostro era hermoso, de ojos grandes, una nariz respingada y sonrisa amable. Donde quiera que fuera llamaba la atención.

Yo, por otro lado, me parecía mucho a mi padre, por eso mi madre no toleraba verme. Eso lo supe después.

En retrospectiva, pienso que mi hermana y yo tuvimos padres diferentes pero jamás hablamos sobre ello. Al final no importaba, nos amábamos.

Nuestra madre era enfermera, no la veíamos mucho. Un día tomaba el autobús hacia la ciudad, volvía cada dos o tres días y cuando lo hacía, pasaba el tiempo encerrada en su cuarto, al que yo tenía prohibido entrar.

Mi hermana era quien cuidaba de mí y se hacía cargo de todo en casa.

Cuando yo tenía cinco años y mi hermana diez, nuestra madre llegó un día con un hermoso vestido rosa de volantes y moños. Sólo con verlo sabía que era algo costoso, nunca habíamos visto algo así y cuando mi hermana se lo puso, recuerdo que en mi mente infantil parecía una princesa."Eres la niña más bonita que existe", decía nuestra madre.

Al día siguiente, la peinó, maquilló, le puso el hermoso vestido, tomaron el autobús con rumbo a la ciudad y no volvieron hasta el anochecer.

Mi hermana sostenía un ramo de flores, una cinta de seda con letras doradas cruzaba su pecho y en la cabeza usaba una pequeña tiara.

"Mamá me llevó a un concurso y gané", fue lo que me dijo mi hermana mientras me dejaba probarme su reluciente tiara. Recuerdo que fue la primera vez que vi a nuestra madre sonreír.

Poco después de eso, mi hermana comenzó a tomar lecciones de canto y baile en la ciudad, por lo que yo pasaba mucho tiempo sola en casa, esperándola. No sólo era bella, también talentosa. Amaba ver y escuchar a mi hermana practicar hasta su siguiente concurso, ella prometía que me llevaría pero al final, nuestra madre no lo permitió.

Lloré pero sólo recibí una bofetada. Mi hermana me aseguraba que cuando tuviera la edad, podría concursar también, que usaría un lindo vestido y ganaría una tiara justo como ella había hecho.

Conforme pasaba el tiempo, mi hermana asistía a concursos cada vez más importantes, usando sus hermosos vestidos, ganando coronas relucientes para las que no había suficiente espacio en casa, alimentando mis sueños de ser como ella algún día.

Cuando cumplí diez años, pensé que al fin sería mi turno: tomé un vestido de mi hermana, la primera tiara que había ganado y esperé a que nuestra madre volviera a casa para llevarme a uno de esos concursos en la ciudad.

Los débiles no sobreviven (Bonten x OC)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora