Capítulo 75

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NÍBEA

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NÍBEA

El trayecto estaba siendo de lo más desagradable. A pesar de que le habían permitido asearse y vestirse con cierta dignidad para el viaje, Dresdent la había obligado a compartir un carruaje con él y con Floyd para regocijarse en su desesperación mientras ambos desgranaban todas las formas en las que pretendían torturar a Fahran cuando lo capturasen. Silas aparecía de vez en cuando en la ventana para informar a Dresdent de las incidencias del viaje, y Níbea aprovechaba para dedicarle miradas de intenso odio. También intentaba estirar el cuello para ver qué pasaba fuera. La última vez había logrado vislumbrar una larguísima columna de soldados que se expandían por todo el sendero que se encontraba en su campo de visión y había temblado de terror. No sabía calcular cuántos eran, pero dudaba que los rebeldes pudiesen igualar los números de Dresdent.

Los explosionadores también la preocupaban. No necesitaba verlos para saber que estaban cerca. Las ruedas de sus enormes carros hacían un ruido profundo y característico contra la grava del camino, un ronco susurro de muerte que la hacía estremecerse. Nunca los había visto en acción, pero los disidentes hablaban a menudo sobre ellos en la prisión del Morye. Cada vez que se quedaba dormida en el mullido asiento del carruaje, la acosaban horrendas pesadillas en las que Fahran era golpeado por una especie de bola en llamas que lo descomponía en miles de pedazos. Se despertaba sobresaltada y recibía las miradas burlonas de Dresdent y Floyd, encantados de verla inquieta. Ella apretaba los dedos y deseaba con todas sus fuerzas tener un arma a mano y saber usarla como Ayna.

Tras varias jornadas despreciables, una buena mañana Dresdent y Floyd se bajaron del carruaje, dejando en su lugar un soldado para vigilarla. Níbea los vio montar en sendos caballos de guerra, decorados con los colores y blasones imperiales. Soltó una risotada irónica. Habían viajado cómodamente repantingados todo el viaje, pero ahora pretendían transformarse en la estampa de la gloria militar. Aquello solo podía significar una cosa: estaban llegando al campamento.

No se equivocaba. Apenas unas horas de diador después, Níbea apartó con disimulo una de las esquinas de la cortina escarlata mientras el soldado miraba en la otra dirección. Cientos de tiendas de campaña se sucedían en una gran hondonada medio reseca y rodeada por una empalizada de madera que parecía recién construída. El ánimo se le cayó al suelo del carruaje mientras este rodaba despacio por el sendero terroso. Las tiendas parecían no acabarse nunca. Cada vez que doblaban un recodo, una nueva ciudad blanquecina aparecía ante sus ojos. Decenas de explosionadores aguardaban ya en el campamento, reluciendo bajo el sol grisáceo como si estuviesen ansiosos por matar. Miles de soldados daban vueltas por allí como hormigas atareadas, reforzando la empalizada, atendiendo caballos, entrenando, esperando en la cola del rancho, descargando carros, transportando armas.

El color escarlata lo teñía todo, y por un instante la hondonada se transformó en un mar de sangre ante sus ojos.

La sangre de Fahran. Y también la de Ayna. La de sus vecinos y conocidos, y también la de toda aquella gente invisible que había estado en su vida sin que ella reparase ni un instante en su existencia.

El soldado le dio un manotazo en el brazo y ella soltó la cortina.

—¡Nada de cotillear! ¡Maldita bruja!

—Así que eso somos cuando nos tenéis miedo. Brujas.

«Y rebeldes, y traidoras, y antinaturales e indignas. Todo lo que yo le decía a Ayna», pensó con tristeza.

—Cállate. Lorr Dresdent me ha dado permiso para golpearte si no te comportas.

—Lo que diga lorr Dresdent me importa una boñiga de caballo.

La mejilla le ardió cuando el soldado, apenas un crío, le estrelló la mano en la cara.

—La próxima será más fuerte —le advirtió con petulancia.

Níbea se mordió un labio. De nada le valía discutir con él y salir malparada. Necesitaba estar fuerte y alerta.

El carruaje se detuvo al fin y el soldado le indicó que bajase. Ella saltó con torpeza del vehículo. Tenía las piernas anquilosadas porque apenas le habían permitido bajarse en todas aquellas jornadas de viaje. El hombre la empujó entre las tiendas blancas y torció a la derecha. En una zona apartada, delimitada por estacas afiladas y vigilada por varias docenas de soldados, había un enorme complejo de lonas escarlata. No cabía duda de que eran los aposentos de Dresdent y sus hombres de confianza. El soldado la guió sin miramientos hacia una de las tiendas de aquella zona y la obligó a entrar en una estancia estrecha en la que tan solo había un catre, un cubo y un taburete.

—Lorr Dresdent desea que os guste vuestra habitación. Ha hecho que la preparen con todo lujo de comodidades. También os ha dejado joyas. Pretende que os ataviéis con estas pulseras de diamante —dijo con tono alegre, sacando un tosco rollo de cuerda y atándole las manos—. Todo lo que merece la madre de un traidor. Estaremos vigilándote día y noche. —La fingida entonación cordial se tranformó en amenazadora—. Si te atreves a intentar escapar, te mataremos sin pensárnoslo. Disfrutad de vuestra estancia, lass Níbea.

Salió de la tienda y Níbea se sentó en el catre, esforzándose por idear algún plan que la sacase de allí o que sirviera para ayudar a su hijo, pero nada acudía a su mente, por mucho que se devanase los sesos. Se sentía mayor y cansada, ahíta de preocupación, harta de sufrir vejaciones y, sobre todo muy estúpida.

Sus propias decisiones egoístas la habían llevado hasta allí, y tal vez no se merecía otra cosa.

Tal vez había llegado el momento de rendirse.

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Crónicas de Galedia III: Gran IalmyrDonde viven las historias. Descúbrelo ahora