Capítulo 62

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AYNA

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AYNA

Ayna emergió, todavía tirando de la camisa de Vaerian. Ían le metía prisa para que nadase, pero ella no pudo evitar detenerse y contemplar la noche, que ya no era tan oscura.

La bahía era ahora un muro de llamas y pecios carbonizados. Los barcos habían estallado uno tras otro, produciendo un sonido atronador y liberando metralla en todas direcciones. Una astilla se le había clavado en un muslo, pero no parecía haber tocado ningún vaso vital.

—¡Ayna! —la llamó Ían por enésima vez—. ¡Vaerian está herido! ¡Tenemos que llegar al bote!

Ella sacudió la cabeza y empezó a nadar de nuevo. Entre los dos alcanzaron la balsa y subieron a Vaerian mientras los gritos de los sureños se multiplicaban en la distancia, mezclados con el sonido de la combustión de sus navíos. Ayna recuperó de entre las tablas los dibujos de lorr Paynter, los envolvió en una vieja lona enmohecida que había en el fondo del bote y se la guardó en la cinturilla. Remaron con fuerza hasta alcanzar la orilla norte de la ensenada, la más alejada de Puerto Plata y la más agreste. Era el mismo punto por el que ella había entrado en Vicuse con los dheins tantos meses atrás para arrebatarle la ciudad a Fahran y al Imperio.

Se tendieron en la arena, jadeando y chorreando agua salada. Vaerian sangraba mucho y parecía estar a punto de perder la consciencia. Ayna se arrodilló sobre él y se desgarró la camisa para hacer un vendaje apretado sobre la herida irregular y profunda que tenía en la pantorrilla, recordando las enseñanzas de Fahranir.

—Tenemos que entrar en la ciudad —dijo, poniéndose en pie—. Ahora estarán ocupados en el puerto. Podremos matar a los que queden en la Fortaleza y...

—Ayna —la interrumpió Ían—. Solo somos tres, y pronto seremos dos si no llevamos a Vaerian a un sitio donde podamos curarlo. Admiro tu valor y sé que deseas recuperar tu ciudad, pero no hay nada que podamos hacer. Vicuse está perdida.

—¡Es mi hogar! ¡Puede que la gente que quiero siga ahí dentro! —se empecinó ella, cruzándose de brazos.

—¡Entonces haz algo que les sea útil! Buscaremos a los restos de la resistencia y volveremos cuando los números nos sean favorables. Haré lo que me digas. Te he dicho que te serviría. Si me ordenas entrar en la ciudad, lo haré. Pero será la muerte de los tres. Si estás dispuesta a cargar con eso, da la orden.

—¡Empiezo a pensar que sí eres el hermano de Iorg! —bufó ella, irritada—. Le encanta llevarme la contraria.

Él esbozó una de sus sonrisas tétricas.

—Hemos destruido su flota. Creo que ha sido una hazaña lo suficientemente grande como para dar nuestro deber por cumplido por el momento. Tenemos que llevar a Vaerian a un sitio seguro. ¿Conoces alguno?

—La casa de mi mentora. De Gadriel.

—¿Gadriel Nocte?

—La misma.

—¿No estaba muerta?

—Si hubiese muerto, yo no sabría luchar.

—Ahora entiendo muchas cosas.

Vaerian emitió un quejido ininteligible.

—Vamos —Ayna se arrodilló a su lado y pasó uno de sus brazos sobre sus hombros. Ían hizo lo mismo—. Está a un par de horas de aquí. Allí podremos curarlo. El camino es complicado. Aguanta, Vaerian.

Lo levantaron y se internaron por el bosque que se extendía al norte de la desembocadura del río Sar. Vaerian rebotaba con pesadez entre los cuerpos de ambos, a medio camino entre la consciencia y la inconsciencia. La vegetación, desmadrada gracias a las lluvias, les entorpecía el paso formando inesperados bloques espinosos. Ayna tiritaba y vaharadas de vapor ascendían hacia el cielo oscuro cada vez que respiraba. La ropa mojada le pesaba y la atería de frío, y la lentitud de la comitiva no ayudaba a entrar en calor. Se movían tan despacio que tuvo la impresión de que no llegarían a casa de Gadriel hasta que saliese el sol.

Tuvieron que hacer varios descansos para coger fuerzas y para frotar a Vaerian, que se amorataba por momentos y estaba más frío que un carámbano. Cada vez que reanudaban la marcha, los músculos le dolían con renovada inquina, tirantes e inflamados tras todo aquel esfuerzo. Justo cuando las rodillas habían empezado a temblarle de agotamiento, divisó una ondulación en el vergel invernal que se extendía ante ellos.

—¡Es allí!

—¿Dónde? ¡No veo nada!

—¡Allí delante! ¡Sígueme!

Tiró de ellos hacia el punto donde sabía que estaba la puerta. Palpó entre las hiedras y el musgo y al fin dio con la superficie rugosa que buscaba. En el mismo momento en que sus dedos rozaban la cerradura, se dio cuenta de algo.

—No tengo la llave.

Soltó una carcajada histérica y dio vueltas sobre sí misma, llevándose las manos a la cabeza. Ían soltó un improperio. Habían recorrido todo aquel tramo para nada. No había otra forma de entrar en la casa de Gadriel, y apenas tenían fuerzas para buscar refugio en otra parte. Tampoco tenían nada con lo que encender un fuego o un sitio en el que resguardarse del frío. Vaerian moriría desangrado y ellos irían detrás de él, hambrientos, exhaustos y congelados. Era dolorosamente irónico que hubiese escapado de los explosionadores una segunda vez para morir en medio de la montaña por su propia estupidez. Iracunda, pateó la puerta varias veces.

—¡Maldita sea! —gritó.

—¡Ayna! —la llamó Ían.

Vaerian se había desmayado entre sus brazos. Ían lo recostó sobre los helechos húmedos y Ayna rodeó la muralla con desesperación, palpando cualquier rendija o hendidura. Intentó escalar la pared de hiedra, pero resbaló una y otra vez. Volvió a la puerta, desesperada. Para su absoluta sorpresa, escuchó varios chirridos al otro lado. De pronto, la puerta se desatrancó y se abrió con lentitud.

—¡Ían! —advirtió, desenvainando a Yggdril. Él saltó del suelo y se situó a su lado, también en guardia.

La puerta se abrió por completo. Varias flechas y lanzas los apuntaban, brillando en la oscuridad. Alguien se abrió paso entre los defensores de la casa, portando un candil.

—¿Ayna? ¿Eres tú?

Ella estuvo a punto de dejar caer su espada al suelo. Los ojos verdes de Daimen la contemplaban con asombro.


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Crónicas de Galedia III: Gran IalmyrDonde viven las historias. Descúbrelo ahora