Capítulo 19

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AYNA

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AYNA

La noche era fría y despejada, y en el cielo descubierto titilaban cientos de estrellas despreocupadas. Ayna se deslizó entre los árboles y arbustos de la ribera del río Sar hasta encontrar su laurel favorito. El peso de las protecciones de cuero, la cota de malla y las armas que llevaba en el cinturón y en la espalda, hacía que las botas se le hundiesen en el terreno limoso. La batalla era inminente según los cálculos de Iorg, y desde hacía horas esperaba escuchar en cualquier momento los tañidos de alerta de las campanas de la Fortaleza o del Sarye. Desesperado por distraerse de la tensión que vibraba por toda la ciudad, Itusz se había entretenido pintándole la cara con los símbolos de guerra itinerantes y después habían jugado a las cartas mientras aguardaban a que algo sucediese, apostados en la Fortaleza rodeados de cientos de soldados expectantes. Finalmente, él se había quedado dormido apoyado contra el muro, con la boca entreabierta y roncando como un buey. Nerviosa y sin ganas de buscar a otra persona con quien charlar, Ayna había cedido a la pulsión que llevaba días aguijoneándola y se había acercado a su lugar favorito para encontrar un poco de sosiego.

En la orilla tranquila del río, los vientos de guerra se disolvían en favor de una brisa pacífica y cargada del aroma de unos cuantos lirios tenaces que habían desafiado al inverno. Suspirando, apoyó la espalda contra el tronco del laurel y resbaló hasta dejarse caer en una de las raíces más anchas. Sacó del bolsillo del pantalón un fajo de cartas y se dispuso a releerlas bajo la luz de la luna.

Aunque que llevaba varios días repasándolas y casi se las sabía de memoria, no podía dejar de aferrarse a ellas. Las palabras de un Fahran de doce años removían algo nostálgico en lo más profundo de su pecho y avivaban el enfado que sentía hacia Gadriel. Desde hacía un tiempo, encontraba un extraño consuelo en alimentar su propia hoguera de rabia, y esa traición suponía un excelente combustible. Por enésima vez, los ojos se le enrojecieron al leer las ilusas esperanzas que un jovencísimo Fahran depositaba en su vuelta a casa: volver a abrazar a su padre, que sus amigos regresasen con él a Vicuse sanos y salvos, corretear con ella por el río y los bosques, no volver a coger un arma, aprender sanación, unirse a su mejor amiga para formar una familia.

Ni uno solo de sus deseos se había cumplido.

Un crujido la sobresaltó y se puso en pie con rapidez, desenfundando su daga corta en apenas unos segundos de diador. Al otro lado del tronco, el Fahran adulto había hecho lo mismo y sostenía un cuchillo, en guardia. Se relajó enseguida al verla. El pecho le subía y bajaba a toda velocidad.

—Me has asustado. No esperaba encontrarme a nadie —se excusó, azorado—. No quería molestarte. Es solo que... me gusta venir por aquí cuando estoy inquieto, y esta espera me está consumiendo. Te dejaré tranquila.

Se dio media vuelta y su figura oscura se alejó entre las sombras de los árboles, encorvado todavía a causa de sus heridas y del peso de su propio equipamiento para la batalla. A pesar de haber roto su compromiso con el Imperio, todavía vestía de negro o de colores apagados, que hacían que su piel resplandeciese blanquecina bajo la luz de las estrellas. Su inesperada aparición justo en el momento en el que ella había estado pensando con tanta intensidad en el niño que había sido, supuso un contraste tan abrupto entre el pasado y el presente que su burbuja de ira y frustración empezó a desinflarse. Sus labios cobraron vida propia y lo llamaron antes de que pudiese pensar dos veces en lo que estaba haciendo.

Crónicas de Galedia III: Gran IalmyrDonde viven las historias. Descúbrelo ahora