Capítulo 42

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Esa noche fue fría. Hacía mucho, mucho frío. Recuerdo haberme arrepentido de no haber llevado un suéter para abrigarme.

Luego del estruendo, todo se volvió negro. El grito de Cassie me llenó los oídos y hizo que mi corazón se detuviera. Sentí la ola de aire frío golpearme en la cara, luego sentí el pasto picarme la mejilla.

Después no sentí nada.

Solo cerré los ojos y me dejé llevar. Mantenerlos abiertos era una tarea demasiado difícil, así que me di por vencida y terminé cerrándolos. Estoy segura de que hubiera preferido no abrirlos si hubiera sabido lo que me conseguiría luego.

Los abrí y lo primero que vi fue el cielo oscuro. El cuerpo me dolía por el impacto, pero el dolor no se comparó como cuando me incorporé con lentitud y observé la escena que se presentaba ante mí.

Sentí que el corazón se cayó de mi pecho. Gruñendo, me puse de pie con dificultad y me acerqué a ella. La miré, negando con la cabeza. Ella solo me sonreía con calidez. Fue como si se estuviera despidiendo, como si sabía lo que ocurriría después. No me gustó la sensación. 

—No —negué, recorriendo con mis ojos la imagen—. No, Cassie. Vamos, te ayudaré...

Cuando di un paso más, el auto soltó un ruido extraño. Fue solo eso; un sonido cualquiera brotando del carro, pero para mí fue mucho más que eso. Fue miedo, pánico. Fue la tristeza apoderándose de mí y asfixiándome. Fue la pérdida.

Al instante, me alejé. Mis ojos se abrieron mucho, tanto que creí que nunca dejaría de dolerme. Observé a mi alrededor con angustia, buscando algo que pudiera ayudarla. Corrí de un lado a otro, tratando de encontrar mi celular, pero cuando lo hallé, ni siquiera encendía. Grité pidiendo ayuda. Grité tanto que la garganta me ardió, pero aún así nadie vino. Nadie nos ayudó. Solo éramos nosotras dos.

Cassie solo estaba ahí. Sus piernas estaban atrapadas por el peso del auto, por eso no se movía. No podía moverse, no podía arrastrarse y salir de ahí debajo. Sin embargo, ella no demostraba dolor. Seguía llevando esa misma expresión de calidez en su rostro.

—Vete, Pressley —pidió en un susurro—. Por favor, vete.

—No —me negué rotundamente, sentándome delante de ella—. No te dejaré aquí. No puedo dejarte sola.

Para ese punto ya estaba llorando. Cassie sonrío, y hasta el día de hoy, sigo preguntándome cómo consiguió esbozar esa sonrisa. Levantó la mano y me acarició la mejilla con los dedos. Su toque fue familiar, cariñoso. Apreté los labios para parar de llorar.

—Pressley, no puedes morir conmigo.

—Sí, sí puedo. —espeté, soltando un sollozo—. Soy tu hermana, puedo hacerlo.

—Puedes, pero no dejaré que lo hagas.

—¿Por qué no? —pregunto, con la voz temblorosa.

Sus ojos marrones derrochaban amor. Cassie me dedicó esa misma mirada de siempre, me suplicó con los ojos que me fuera. Me pidió que la dejara sola, y por primera vez, no quise obedecerla. Me negaba a hacerlo.

—Pressley, eres joven —musita, sin dejar de acariciarme la mejilla—. Eres joven y estoy segura de que harás cosas maravillosas en el mundo.

—El mundo tiene otras personas que pueden hacerlo maravilloso, no me necesitan.

Estaba ahogándome. Tenía un nudo grandísimo en la garganta y jamás había sentido tanto dolor. Quería que el dolor se esfumara. Quería quitármelo de encima. Quería correr y que se me cayera al suelo para dejarlo atrás.

Hablando con la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora