Prólogo

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Lanzo el último lirio blanco de su corona sobre el montículo de tierra que se apila en su ataúd.

"Adiós mi amor, te prometo que nos veremos pronto. Vos sabés mejor que nadie nunca rompo mis promesas", le anuncio en silencio, sabiendo que estará escuchándome y de seguro, regañándome por mi sentimentalismo. Bajo mis párpados cansados del llanto, hinchados.

―¿Vamos viejo? ―mi hijo más chico me da una palmadita en la espalda. No lo hace muy fuerte, ya que mis huesos no son los mismos que cuando tenía treinta.

―Sí, dame solo un minuto más, ¿puede ser? ―Carraspeo en mi débil intento por convencerlo -y convencerme- que aún tengo que despedirme.

―Dale, te espero en el coche con Malena y los chicos.

Asiento con la cabeza. Su camioneta es grande y sin dudas, la más cómoda para la familia numerosa que ha formado con su encantadora esposa. Llevan diecisiete años juntos y cuatro chicos. Cuatro nietos que amo tanto como a los otro cinco que nos han dado nuestros otros dos hijos. Celebro que la más grande de mis nietas, de veinticinco, nos haya dicho la semana pasada que estaba embarazada y que Coni haya estado aquí para festejarlo.

Miro nuevamente la negra tierra y las flores que nuestra familia y allegados han llevado para el último adiós.

No era justo que se fuera antes que yo. No era justo que la vida nos separara.

Protesto mirando al cielo, con la ineludible verdad entre manos.

―Nos quedaban otros mil años por compartir aquí ―Susurro al viento frío de finales de julio.

Ella se marchó con un "te amo" antes de girar en la cama y echarse a dormir.

Por las noches, teníamos la rutina de jugar a las cartas. Era pésima en el chinchón, pero los últimos años perfeccionó sus movimientos. La dejé ganar muchas veces y festejé sus triunfos como si me hubiera vencido en buena ley.

Era una tramposa consumada y yo me hacía el distraído solo para ver la sonrisa triunfadora en su cara cuando bajaba las cartas enseñándome su victoria. Hace algunos meses, habíamos celebrado 52 años de amor, aunque nuestra historia fuera de más larga data.

Las arrugas en su rostro solo lograron acentuar su hermosura. Su cabello canoso seguía siendo un manto precioso, pesado, brilloso y con esa ondulación natural de la que tanto renegaba.

"No es ni lacio ni rizado, ¡mi pelo es indeciso!", repetía al respecto, provocándome una sonrisa de oreja a oreja.

Sus manos con artritis amaban la jardinería como el primer día en que plantó todos los malvones, pensamientos y orquídeas en el frente de la casa. Esa casa que se llenó de risas, anécdotas y felicidad cuando se nos sumaron dos niños más a nuestro matrimonio después de un comienzo complicado como pareja.

Trago y miro por última vez la tumba de mi mejor amiga. De mi compañera eterna. De mi amor. Ella era mi mujer, yo era su hombre. Desde que la vi, fui un blandengue.

Supe que ella tendría mi corazón hasta que yo fuera cenizas.

En la camioneta de mi hijo, el incómodo silencio es interrumpido por el juego de manos de mis nietos más pequeños. Con 10 y 12 años y voces que van del agudo y grave con rapidez, no dejan de pelearse.

Me sacan de mi dolor cuando escucho sus tontos planteos.

Mi nuera Malena los regaña, pero es como si a los chicos cualquier advertencia le entrara por un oído y le saliera por el otro.

Me recuerdo igual, aunque en mi casa se tenían métodos poco ortodoxos para que le prestara atención: los castigos no eran prohibirme jugar con la consola de videojuegos, sino impedirme ver a mis amigos. Prohibirme jugar en la calle con ellos o esconderme la bicicleta para que no pueda ir hasta el Tigre pedaleando los domingos por la tarde.

"Algo más" -Completa-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora