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Espero inquietamente en mi moto, rogando no haberme equivocado

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Espero inquietamente en mi moto, rogando no haberme equivocado. El calendario imantado en mi heladera decía que los martes ella cursaba por la tarde y salía a las 5.

Había tomado todo de mí darle tiempo y espacio para pensar en nosotros. Qué buscaba, qué quería, qué sensaciones había experimentado. La mala suerte hizo que mi padre tuviera que ser internado y diagnosticado con la peor de las mierdas.

No hubo desde entonces mensajes con dobles intenciones ni intentos por retomar las cosas desde punto a partir del cual lo dejamos. Mucho menos nos atrevimos a calificar el hecho consumado en sí: ¿fue bueno, mediocre, real, esperanzador?

¿En serio dije esperanzador?

Pfff, estoy quemadísimo.

Lo único que me había levantado el ánimo fuera de esta ensalada de situaciones, fue lo que pasó el viernes pasado en el taller. Una chica llamada Celeste vino a mi trabajo a exigir la entrega de un producto que me encargó hace un mes, y que según ella "yo no había cumplido con mi parte".

Entró como una tromba al taller y me recordó mucho a la forma de ser de Coni: explosiva, impetuosa, sin vueltas. Claro, no era parecida a ella en absoluto; en donde mi amiga era delgada, de altura promedio, pelirroja y de ojos verdes, Celeste Grohölms era de largo cabello negro, ojos oscuros en los que apenas se distinguía sus iris de las pupilas y con curvas generosas.

Preocupado por semejante olvido, la llevé a mi oficina. Molesto conmigo mismo, por perder la cabeza y la sensatez, busqué el remito por varios minutos mientras que ella permanecía cruzada de brazos.

Parecía enfermera o doctora, alguien que se dedicaba a la salud, ya que vestía su traje de trabajo color celeste. Nervioso, revolví todas las carpetas de la estantería hasta que di con el papel correcto.

Con el ceño fruncido, miré la fecha posible de entrega.

―Perdón, pero este es un siete. No un uno.

La chica revolvió dentro de su mochila en busca de su comprobante.

―Llevo muchas cosas cuando hago turnos de 24hs. ¿Puedo apoyar acá? ―preguntó con una suavidad que se contraponía a la batalladora que casi me muerde la yugular.

―Por supuesto. ―respondí, y de repente, la mesa se llenó de porquerías: un tupper con olor a comida casera, un par de paquetes – todos abiertos – de pañuelos descartables, una bolsita de toallitas femeninas, un bolso pequeño transparente que dejaba a la vista una máscara para pestañas y labiales. También puso sobre la montaña de objetos, un quitaesmalte y un tubito de esmalte rojo. El mismo rojo que llevaban sus uñas.

―¿Tiene fondo ese bolso o es como la bolsita de los magos?

Ella me miró fijo. Sus largas pestañas envolviendo unos ojos preciosos y expresivos se batieron. Pero eso no fue lo mejor sino la divertida sonrisa que reveló unos dientes blancos y apenas irregulares, pero igual de preciosos que si tuviera una ortodoncia hecha a medida.

"Algo más" -Completa-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora