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Entro en el taller de Ezequiel y aplaudo con mis manos, esperando que se escuchen por sobre el ruido de las maquinarias que usan los muchachos

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Entro en el taller de Ezequiel y aplaudo con mis manos, esperando que se escuchen por sobre el ruido de las maquinarias que usan los muchachos. Lo hago varias veces, hasta que un chico más joven que nosotros levanta su cabeza entre la polvareda y se quita la protección auditiva.

―Hola, ¿qué anda necesitando? ―pregunta, sacándose los guantes de trabajo.

―Busco a Ezequiel. ―respondo por su nombre de pila, suponiendo que es más formal con sus empleados.

―Está en la oficina. Ya lo llamo. ¿Su nombre?

―Juan Cruz. Gracias.

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve acá y debo reconocer el cambio para bien que experimentó este lugar: está más ordenado, más luminoso y con mucho trabajo a la vista.

No me aparto demasiado del área en la cual estoy, temiendo entorpecer o meter las narices donde no debo, razón por la cual mi distracción solo se reduce a pocos pasos.

El sonido de una caladora es penetrante y molesto; frunzo el ceño por instinto hasta que el muchacho que me atendió aparece.

―El jefe estaba hablando por teléfono, pero me pidió que lo acompañe.

"El jefe", sonrío comprendiendo cuánto cambió nuestra vida desde que jugábamos a la pelota frente a mi casa.

Asiento y lo sigo por el camino conocido. De no recordar mal, estaba al fondo del gran taller, junto a la escalera que conduce a la planta superior donde ha montado su departamento.

El chico de muchos tatuajes entreabre la puerta y, efectivamente, veo que Zeke está haciendo equilibrio con su teléfono – apoyado en el hueco entre su hombro y su oreja – y una pila de papeles que mira del derecho y del revés. Me guiña un ojo cuando me ve entrar y con un leve movimiento de sus labios, me invita a tomar asiento frente al escritorio atestado de muestras de molduras, catálogos de pinturas y folletos varios.

Solo para matar el rato hasta que él termine, tomo alguno de ellos y los hojeo. Me enorgullece el crecimiento que ha tenido este lugar.

―Uf, qué vieja densa ―resopla cuando se asegura que ya no hay nadie del otro lado la línea. Se limpia las manos con un trapo húmedo sobre la estantería que hay a sus espaldas y rodea el escritorio ―. ¿Qué hacés, loco?¿Cómo estás? ―nos damos una abrazo amistoso, aunque no lo noto tan sorprendido como debería, siendo que desde mi casamiento que no nos vemos y no le informé sobre mi viaje relámpago ―. ¿Qué hacés por acá?

―¿Que qué hago en Buenos Aires o en tu taller?

―Las dos cosas ―responde, tragando nerviosamente.

¿Mi presencia lo incomoda?¿Por qué?

―Fue un vuelo no planeado ―respondo, abriéndome la campera. De inmediato me ofrece un café de la máquina que acaba de comprar y lo acepto con gusto. Hace un frío de mil demonios afuera y acá, sin calefacción cerca, me siento en la Antártida.

"Algo más" -Completa-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora