Juan Cruz y Ezequiel son amigos desde pequeños. Su amistad es inquebrantable y se complementan a la perfección. Sin embargo, cuando una tarde de verano un camión de mudanza se detiene en su barrio, las cosas toman un drástico giro: Coni será la nuev...
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Las clases de educación física no son de mis favoritas y hoy estoy más cansada de lo habitual. Han pasado cuatro días desde la cena nefasta en casa de Juani y no tuve noticias suyas.
No me animo a llamarlo a la casa, claro que no. Y que haya faltado a clase estos días me da la pauta de que el conflicto familiar no ha terminado cuando me fui.
Ayer le dije a mis amigas que estoy embarazada. Obviamente no supieron qué decirme, hasta que explotaron en gritos y me abrazaron muy fuerte. Me desplomé entre sus brazos, agradeciendo su apoyo aunque toda la situación fuera un desastre.
Precalentando para nuestro próximo juego de handball, siento un calambre en la zona de mis ovarios. Me freno de golpe, provocando que las chicas que vienen por detrás me choquen sin intención.
Me doblo por mi cintura y me arrodillo. De inmediato la profesora Islas detiene el ejercicio y se pone frente a mí.
―¿Estás bien? ―me toma por los brazos y me examina. Natalia y Lore están a mi lado en tanto que el resto me ha rodeado haciendo un anillo ruidoso.
―No, me duele...―Llego a decir antes de que la profesora me susurre al oído algo que no pensaba escuchar.
―¿Estás menstruando? ―su pregunta es suficiente para encender mis alarmas. De inmediato llevo la vista a mis pantalones de jogging gris y noto la mancha de sangre.
Pánico. Dolor. Nerviosismo.
―N-no ―balbuceo para cuando ella me toma del brazo y me lleva a uno de los baños. Ordena a mis amigas que me vigilen mientras se va a Preceptoría, probablemente, a llamar a mi mamá.
Presa de un ataque de llanto, las chicas me consuelan.
―Todo va a estar bien ―susurra Naty, la más sensible.
En tanto que algunas chicas se agrupan para cuchichear a mis espaldas, otras siguen corriendo y elongando como si nada hubiera pasado. Ojalá fuera todo tan fácil.
La profesora Islas llega después de lo que se sintió un año y se arrodilla frente al inodoro, donde estoy sentada. La mancha que empapa mi pantalón es cada vez más grande y las puntadas se sienten horribles.
―Quedáte tranquila que tu mamá está en camino y el servicio médico del colegio, también. Ahora decime, qué está pasando acá. ―Respiro agradeciendo que sin haber dicho una palabra, la profesora haya intuido la situación.
―Estoy...embarazada...de unas ocho semanas más o menos ―no soy precisa. Lo correcto sería decirle "ocho semanas y cuatro días", pero los detalles son irrelevantes ahora mismo.
―¿Por qué no me lo dijiste? ―se siente culpable y es mi deber sacarla de ese lugar.
―Porque mi ginecóloga me dijo que continuara normalmente con mi vida. Que estoy embarazada, no enferma ―recuerdo sus palabras textuales, imprimiéndole un poco de rigor de madre. Supongo que pensó que me echaría en la cama por nueve meses, tejiendo escarpines al crochet.