24. Caramelo.

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AIDEN

Creo que todas las citas que he tenido hasta ahora han sido un ensayo para esta. Para ella.

Después de excusarme diciendo que iba al baño —en realidad he ido a pagar la cena evitando que propusiera pagar a medias—, salimos del restaurante. Está algo enfurruñada cuando se ha dado cuenta de que en realidad no he ido al baño y lo que he hecho ha sido ir a pagar, pero, es lo que hay. Ya se le pasará la molestia. O ya haré que se le pase.

—¿Damos un paseo antes de coger el coche?— propongo mirándola.

—Vale— aunque siga molesta accede y damos la vuelta para seguir caminando hacia el otro lado de la calle.

Paseamos por el centro. Algunas tiendas están cerrando y otras ya están cerradas, pues son las nueve. No hay tanta gente como de costumbre, y me extraña ya que es sábado y los universitarios suelen salir de fiesta. Estarán en sus residencias o a saber.

La brisa mueve su pelo. Se abraza así misma cuando el aire de una bocacalle nos arrasa. Me río cuando su pelo se revuelve y ella me golpea el pecho de manera juguetona. Vemos una heladería apunto de cerrar y me acerco rápidamente antes de que la dependienta pueda cerrarnos en la cara. Le pregunto a Judith de qué sabor quiere el helado pero me dice que está llena y que no le cabe nada más. Finalmente pido una tarrina mediana de helado de caramelo. Y, adivina qué. Terminamos comiéndonos el helado entre los dos. Por eso he pedido una tarrina mediana, porque sabía que me iba a pedir aunque dijera que no le entraba un helado.

Seguimos paseando. Hablando. Charlando. Riendo. Conociéndonos más.

He descubierto que gime bajito cuando prueba una comida nueva. Que juguetea con la correa de su bolso cuando sonríe. Que le gusta más escuchar que hablar, aunque a mí me encanta oírla a ella. Que cuando se ríe a carcajadas se tapa la boca, como si no tuviera la más preciosa de toda Inglaterra. Que se toquetea el pelo cuando no sabe qué responder y que cuando intenta aguantar la risa frunce el ceño.

También he descubierto cosas de mí. Cómo que me encanta su risa. Que cuando la he oído reírse a carcajadas cuando le he contado lo que pasó en mi baile de graduación se me ha encogido el pecho, porque al instante he amado esas carcajadas. Que me gusta apreciar sus ojos cuando habla de libros como la cosa más interesante del planeta. Que no solo me gusta. Que estoy empezando a sentir algo por ella. Algo. Algo que no sé que es, porque jamás me he sentido así.

—La que no quería helado...— me burlo tirando la tarrina vacía a la papelera.

—Bueno, para un poco de helado siempre hay sitio— se ríe caminando despacio.

—¿Te duelen los pies? — pregunto mirando el tacón de sus botines.

—No— me muestra uno de los zapatos —. Son cómodos.

—¿Quieres que volvamos ya? ¿O paseamos un rato más?

—¿En las primeras citas no hay besos? — se pregunta me pilla desprevenido, pero sonrío.

—Se supone que el beso llega al final, cuando te deje en casa. O más bien, en la puerta de tu habitación.

—Ya— chasquea la lengua, quitándose la chaqueta vaqueta y dejándome ver sus hombros llenos de pecas. Me muero por besar cada una de ellas. Por morderlas —. Pues resulta que ahora sabes a caramelo y tengo muchas ganas de besarte.

Dejamos de caminar, quedándonos quietos en medio de una calle vacía. Se acerca a mí con una sonrisa y la mía se ensancha. Porque sí, yo ya estaba sonriendo. Esos labios que ya apenas tienen gloss, esas pecas que adornan su rostro de una manera inexplicablemente preciosa. Ella entera es preciosa. Desde la coronilla hasta el dedo meñique del pie. Y no sé como lo hace, pero cada vez que la miro mi corazón se abre más. Y más. Y más. Y...

El corazón quiere lo que quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora