30. Familia.

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Los faroles del parque apenas alcanzaban a las tres personas dentro del vehículo. El cielo tronaba a lo lejos, y el golpeteo metálico de la lluvia disputaba con el vaivén del limpiaparabrisas.

Sollozos desconsolados se ocultaban contra el hombro de la señora, en su abrigo húmedo por el llanto de las nubes y el de un androide. Uno que, sabía, no podía ser realmente su hijo, pero desesperadamente se aferraba a aquel sentimiento. Los tres se obstinaban a creerlo, sin ponerlo en palabras que expusieran su vulnerabilidad.

El abrazo de esas personas carecía de explicaciones, pero era vital para quien estuvo a punto de rendirse; la seguridad que tanto anheló, la orden y el juicio directo de sus amos sobre sí, pero...

¿Fue un consuelo? No. No alcanzó para tanto. El corazón de Gi ya no era el mismo que cuando fue enviado lejos, era un poquito más ambicioso que un androide que sólo quiere órdenes, anhelando afecto y sinceridad.

Ellos debían tener la respuesta a muchas de sus interrogantes. Guardaban silencio, sabiéndolo, mientras él estremecía sin atreverse a lanzar una pregunta.

El llanto que se iba, regresaba. Su corazón se sentía solo, vacío.

Resignación. Paz pintada de gris, como salir a flote tras haber estado a punto de ahogarse, sólo para seguir a la deriva, sin un lugar realmente seguro a donde ir.

«Si yo tuviera...», añoraba el androide aflojando el llanto y el agarre. «Si tuviera un verdadero hogar al cual volver, no dependería de personas que me hacen sentir lastimero y usado...», se ahogaba en desazón, porque el regreso de sus amos no se sintió como creyó; fue un alivio vil y fugaz exponiendo cuán mal estaba ser propiedad ajena, el silencio se extendía sin que el valor de preguntar se asomara en su pecho y, así, la compañía a su lado acrecentaba el dolor.

«A casa. Quiero volver a casa», una nueva mueca de dolor curvó sus labios y estrujó su entrecejo, alzando la vista por sobre el hombro de su amo.

Por la ventana era visible aquella casa... la casa abandonada, a la que no estaba seguro de llamar "su casa", pero se sentía como tal. Quizá era una estupidez, otro capricho de su dañado sistema, o realmente esperaba ver a alguien importante en aquel lugar.

Alguien en quien confiaba plenamente. Alguien a quien aún quería proteger. Pero:

—Amo~ —el androide se apartó y gimoteó angustioso, cubriéndose la boca al caer en cuenta—. Lo siento; usted me ordenó que jamás volviera a esta casa, y yo... Lo hice sin pensar.

"No vuelvas a esta casa ni a esta familia", fueron las primeras órdenes que le dio Baldwin tras el formateo. Ignoraba que, formateo tras formateo, siempre regresaba a aquella casa.

La casa de Valentino.

Su misión había fallado en todos los sentidos posibles, volviendo a señalarlo como un incompetente y estremecer su pecho. No obstante, antes de que el llanto volviese a escapar, Baldwin lo estrechó en un abrazo y acarició su espalda encogida.

—Está bien, calma —pidió el anciano—. Tu misión no está perdida; serás feliz, mi Gi, Tienes derecho de ser feliz y lo serás. Sólo... habrá que buscar otra forma.

—El... el formateo —avergonzado por su propio ruego, el androide titubeó cabizbajo—. Por favor, amo.

—No. Lo lamento, pero no volveré a formatearte —impuso acariciando su mejilla, buscando su mirada—. Y prohibo que vuelvas a poner tu vida en riesgo.

Gi cerró los ojos con fuerza, tragando su coraje tras haber sido descubierto y engañado. «¡¿Qué?! ¡No soporto un día más!», aguantó la respiración para no gritar ¿Por qué llegó a pensar que no le mentirían? Expresamente, con aquella orden su amo acababa de imposibilitarle acabar con su vida.

AmygdalaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora