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10 años

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10 años...

Quizá por eso Taesan se convirtió en «el chico de las causas perdidas». Si se encontraba algún pajarito que se había caído del nido, él lo recogía, se lo llevaba a su habitación y lo alimentaba durante días con migas de pan mojadas en leche hasta que el animal crecía lo suficiente como para volar libre. Si había algún niño que estaba solo a la hora del almuerzo en el colegio, como solía ocurrirle a Mingyu, porque se burlaban de sus gafas de pasta, Taesan se sentaba a su lado, aunque este ni siquiera le dirigiese la palabra. Si debían realizar algún trabajo grupal, él elegía hacerlo con alguien que tuviese más dificultades para sacar buenas notas o concentrarse.

Y casi sin darse cuenta, empezó a encontrar pedacitos de felicidad en esos pequeños gestos y se aferró a la satisfacción que sentía al ser capaz de solucionar los problemas de los demás.

—¿Sabes lo que leí el otro día? —preguntó mientras caminaba por la acera al lado de Gyuvin jugando a no pisar las líneas de cada una de las baldosas.

—A ver, sorpréndeme, enano.

Era sábado. El sol brillaba en lo alto de un cielo despejado. La noche anterior se había quedado solo en el sótano porque sus tres «hermanos» se habían ido a una fiesta del instituto y, a la mañana siguiente, cuando había intentado despertarlos para que lo acompañasen a comprarse un par de caramelos, solo había conseguido que Gyuvin se levantase de la cama entre gruñidos.

—Leí un informe que decía que muchos de los nuestros ni siquiera superan la escuela preparatoria. —Taesan tenía una memoria superior a la media; era capaz de retener un montón de datos e información, aunque no comprendiera del todo su significado.

—¿Los nuestros? —preguntó.

—Los que no somos de nadie. Sin hogar.

—¡Eso es una tontería! —Gyuvin lo miró de reojo—. ¿Y por qué demonios no pisas las líneas de la acera?

—No lo sé. A veces hago cosas raras.

Gyuvin dejó escapar una carcajada ronca.

—No te creas todo lo que leas por ahí.

—Pero es cierto. Tenemos menos oportunidades que el resto —insistió con la mirada fija en el suelo. Sabía que pronto se olvidaría de esa manía. Siempre le ocurría. De repente una idea le venía a la cabeza, como no volver a comer pepinillos en vinagre o colgarse de la rama de un árbol que había en el patio del colegio y, semanas después, ese pensamiento desaparecía como si nunca hubiese existido—. Y he leído más cosas como, por ejemplo, que a los dieciocho años tendremos que marcharnos de la casa de los Choi. Eso era lo que quería decir Yuna el otro día cuando celebramos su cumpleaños, ¿verdad? Estaba triste. Dijo que solo le quedaban dos años. ¿Y luego qué ocurrirá con ella? Encontré otro artículo de un periódico en la biblioteca del colegio que también hablaba de eso.

Gyuvin se mostró taciturno ante lo que decía el menor.

—¿Y qué decía?

—Que muchos jóvenes terminan en la calle de un día para otro. Una organización se quejaba de que el sistema no funciona bien. —Arrugó la nariz, pensativo—. ¿Qué es el sistema, hyung?

—El sistema... se supone que cuida de nosotros —repuso y chasqueó la lengua—. No deberías preocuparte por ese tipo de cosas todavía, Taesan. Tienes 10 años.

—Pero algún día creceré.

El mayor dejó de caminar y se agachó frente a él para quedar a su altura. Inspiró hondo y se mordió el labio inferior antes de hablar.

—Cuando eso ocurra, nosotros cuidaremos de ti.

—Pero no quiero que se vayan de la casa de los Choi y me dejen solo allí.

—Llegarán otros niños, Tae. Siempre es así.

Se obligó a calmarse mientras el mayor se erguía de nuevo. Aceptó la mano cálida que le tendía y se encaminaron juntos hacia la tienda más cercana. Unos minutos después, con una paleta de fresa en la mano, regresaron sobre sus pasos.

—¿Puedo quedarme un rato en la casa azul?

—No entiendo qué tiene de especial ese sitio.

Estuvo a punto de contarle que le gustaba porque desprendía la normalidad que él no conocía. En aquel hogar se respiraba tranquilidad, confianza; parecía que nada malo podía ocurrir tras aquellos muros recubiertos de hiedra. Contestó con una verdad a medias:

—Me divierte espiarlos.

—¡Pequeño bribón! —Gyuvin le revolvió el pelo y bostezó, cansado por las pocas horas de sueño—. Media hora, ni un minuto más, ¿entendido?

Taesan asintió con una sonrisa y el mayor se alejó con su habitual andar despreocupado.

Gyuvin había crecido tanto durante los últimos meses que, a pesar de ser un año más pequeño que Minjae, le sacaba varios centímetros. Tenía el cabello oscuro y unos rasgos marcados que le hacían parecer más mayor. Taesan lo adoraba.

Sacudió la cabeza cuando lo vio desaparecer por la esquina e intentó no pensar en el futuro que los artículos que había leído durante las últimas semanas auguraban para ellos y en todas esas cosas que no entendía y que nadie le explicaba.

Lamió la paleta y su mirada se detuvo en el porche de la casa de estilo colonial.

Tras dos años observándolos, Taesan ya conocía sus nombres porque había oído cómo los llamaban más de una vez a voz en grito (Minah, Jihu y Seokbin). También sabía que, todas las tardes, su madre, la señora Kang, les preparaba sándwiches de mermelada con crema de cacahuete (Seokbin no se comía la corteza y siempre se la daba al perro, Monie). A Minah le gustaba sentarse sobre las piernas de su padre cuando él accedía a leerle un cuento mientras se tomaba el té del mediodía durante los días de verano. Y Taesan no podía evitar preguntarse cómo sería sentir el cuerpo firme de un padre protector a su espalda.

En vez de soñar con tener todos los juguetes del mundo o con ser el más popular en la escuela, él imaginaba lo divertido que sería tener dos hermanos mayores: gastarles bromas, perseguirlos por el jardín entre chillidos o dejarse caer sobre el césped junto a su madre sin dejar de reír a carcajadas.

Aquel día, mientras degustaba su paleta, observó cómo Jihu lanzaba la pelota para que Monie fuese a recogerla; sonrió al descubrir que Seokbin seguía sentado a la mesa del porche haciendo los deberes (siempre era el último en terminar), y descubrió a Minah cortando un par de flores para hacer un ramo.

Taesan dejó escapar un suspiro antes de apartarse de la valla. Su mirada se posó en la acera mientras se dirigía de nuevo a la casa de los Choi, evitando cuidadosamente pisar las líneas rectas que dividían el suelo en pequeños cuadrados.

Contempló la idea de ser parte de la familia que siempre anheló desde la distancia y se preguntó cómo sería su vida si su madre no lo hubiera dejado solo en este mundo.

¿Descubriría la felicidad en alguno de esos escenarios?

Blissful Madness | GongfourzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora