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—Deberías dejar que te acompañe —insistió Sunhee

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—Deberías dejar que te acompañe —insistió Sunhee.

—Alguien tiene que quedarse en la tienda.

—No se acabará el mundo si cerramos un día por asuntos propios. —alzó la cabeza tras el mostrador cuando escuchó el tintineo de las campanillas y distinguió a un chico de cabello castaño que vestía unos vaqueros y una camisa grisácea—. Oh, ¡es él! —susurró por lo bajo y luego sonrió como si el mismísimo gobernador acabase de entrar en la tienda—. ¡Hola! ¡Bienvenido! Eres Leehan, ¿verdad?

—El mismo. ¿Y usted es...?

—Han Sunhee.

—Encantado. Es un placer.

Ante la atenta mirada de Taesan, Leehan estrechó la mano de Sunhee y le dedicó a la mujer una sonrisa cálida y deslumbrante. Una sonrisa digna de enmarcar para «caer bien» y que, por cierto, jamás le había mostrado a él hasta la fecha.

Con el ceño fruncido, el pelinegro se acercó e interrumpió la conversación.

—Llegas pronto —dijo.

—Sí, quería ver la tienda.— le dirigió una mirada penetrante mientras la mujer lo cogía del brazo para guiarlo entre el laberinto de muebles y objetos.

Conforme avanzaban por el pasillo principal, Sunhee rio a carcajadas de algo que había dicho Leehan, quien, haciendo gala de todo su encanto, estaba lejos de parecerse a la descripción que Taesan le había dado.

Subió a la buhardilla para buscar los papeles del médico al tiempo que maldecía por lo bajo. ¿A qué venía ese despliegue de simpatía? ¿Y esa sonrisa tan afable? Se comportaba como si fuese una estrella a punto de conquistar el próximo festival de cine cuando, por el contrario, la imagen que tenía él de Leehan era la de un tipo pragmático, seco y bastante reservado. En resumen, algo muy parecido a su idea de cómo serían los robots en un futuro: eficientes, muy correctos y con un aspecto físico envidiable.

Cuando Sunhee recibió al primer cliente de la mañana y tuvo que atenderlo, Leehan subió las escaleras por las que había visto desaparecer al pelinegro. Se quedó parado en el umbral de la puerta observando la mullida cama que estaba junto a la pared, justo enfrente de la ventana y de un pesado baúl de madera. Las paredes estaban pintadas de un tono azul cobalto y, dentro del caos, había cierto orden.

Taesan estaba inclinado delante de una cajita llena de bisutería y se giró al escuchar el crujido de sus pasos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, aunque sonó más como una acusación.

Por alguna razón, se sentía cohibido al tenerlo allí y tuvo que recordarse a sí mismo que unos días antes él le había abierto las puertas de su casa de par en par. Se dio cuenta de que lo que lo intimidaba no era su presencia, sino la mirada analítica con la que recorría cada centímetro de la habitación, como si quisiese retenerlo todo.

Blissful Madness | GongfourzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora