EPÍLOGO

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Me envuelvo con la manta que agarré del comedor mientras me termino el café con leche en el porche de casa, fijándome en los árboles casi desnudos que esta primavera se vestirán de color verde y darán sombra en el jardín

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Me envuelvo con la manta que agarré del comedor mientras me termino el café con leche en el porche de casa, fijándome en los árboles casi desnudos que esta primavera se vestirán de color verde y darán sombra en el jardín. Me bebo el último trago antes de levantarme y entrar. Voy al baño para lavarme los dientes y luego subo al piso de arriba caminando descalzo a pesar del frío. Me asomo por la puerta y sonrío.

Leehan está acostado en la cama durmiendo junto a dos bultos pequeños que parecen buscar el calor acurrucándose contra él.

Yerim, que tiene tres años, es mucho más grande que Haerin y ocupa el hueco que yo dejé cuando me levanté un rato después de que las dos se pusieran a llorar para que accediéramos a meterlas en la cama con nosotros. Nunca pensé que en nuestra relación sería yo el que terminaría poniendo límites y normas, pero, cuando se trata de las niñas, Leehan no es capaz de hacerlo, porque al primer quejido cede y les da todo lo que quieren.

Me acerco hasta ellos con una sonrisa tonta en los labios y me acuesto al lado de Leehan para abrazarlo y apretarme contra él igual que ellas, buscando su olor y sentirlo más cerca. Él parpadea antes de mirarme. Luego, sus labios se curvan mientras se mueve para darme un beso.

Haerin se agita en seguida y, dos minutos después, empieza a llorar y despierta a Yerim, que protesta todavía con sueño.

Adiós a la tranquilidad.

Media hora más tarde, la cocina se ha convertido en una zona de guerra. Yerim metió las manos dentro del bote de chocolate en polvo y se ensució toda la pijama antes de empezar a chuparse los dedos; el perro está ocupado lamiendo los restos que cayeron al suelo; Haerin no deja de llorar y le importa bien poco que su padre finja que el biberón es un cohete espacial porque parece decidida a conseguir que se estrelle contra el suelo.

Le paso a Leehan su café y sonrío al ver cómo se lo bebe de un trago como si lo necesitara más que respirar.

—Yerim, no te chupes la camiseta —le dice e intenta impedir que sígala lamiéndose el chocolate que se tiró encima, pero Haerin aprovecha ese momento de distracción para darle un manotazo al biberón y tirarlo al suelo—. ¡Mier... córcholis! —masculla.

Intento no reírme mientras lo recojo.

Leehan carga a Yerim en brazos y desaparece escaleras arriba para cambiarle la pijama. La primera semana que la acogimos, Leehan estaba tan nervioso que apenas durmió; no sé si pensaba que iba a ser una niña complicada por haber vivido en un entorno difícil hasta entonces o si temía que nuestras vidas cambiaran más de lo esperado al dejar de ser solo nosotros tres, pero lo cierto es que, desde el principio, Yerim lo adoró.

Pronto descubrimos que para conciliar el sueño necesitaba acariciarle a Leehan la uña del dedo pulgar, porque distinguía perfectamente cuando era la mía si intentábamos engañarla y que, por ejemplo, solo accedía a comer verduras si Leehan se lo pedía y se sentaba a su lado en la mesa. Así que son inseparables.

Blissful Madness | GongfourzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora