No supe que decir para iniciar la historia. No sabía que decirle a él para que nunca terminara y pudiéramos vivir felices por siempre. No sabía cómo gritar aquellos sentimientos que tenía ahogados en el pecho. Pero si sabía cómo comenzaba aquello:
...
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Los días siguientes son simples, los murmullos cada vez que me miran siguen siendo mi pan de cada día, las críticas en las duchas se redujeron ya que opte por quedarme de última antes de que otra persona viera mi cicatriz, Sweet no ha aparecido desde la magdanela en mi habitación.
Humedezco el cepillo en el balde con agua y jabón mientras sigo restregando las escaleras que dan hacia el estacionamiento, observo hacia atrás y no hay nadie. Quizás pueda llegar al estacionamiento y logré escapar, sigo restregando el piso está vez con más prisa que antes.
Las escaleras quedan relucientes cuando llegó al penúltimo tramo, agarro el balde y subo las cinco escaleras que me faltan pero la puerta se abre antes de que pueda abrirla, choco directamente con un torso enorme y duro, no tengo tiempo de agarrarme así que suelto el balde que hace ruido al caer. Siento unas manos grandes tomar mi diminuta espalda evitando que caiga, la respiración se me descontrola y mis manos se aferran a su camisa, apretó los ojos esperando que la adrenalina se esfumara un poco.
Un perfume imponente acaricio mi nariz, aspire el aroma de frescura cítrica, también percibí madera o tal vez cuero, pero el olor del clavel era notorio. Esa fragancia fue una sutil caricia para mí dolor de cabeza.
— ¿Intentabas escapar? —su voz áspera, gruesa y ronca hablo en un barítono que me advirtió que abriera los ojos.
Retrocedí inmediatamente aunque tuve que agarrarme de su brazo para no caer, luego me solté rápidamente. Sus ojos azules y felinos me observaron fijamente.
— Claro que no, señor. —agache la mirada recordando lo que dijo la señorita Wasler en algún momento de los ensayos.
No debíamos ver su rostro, nunca. Así evitamos tener un castigo, los únicos que podían verle el rostro eran los socios o sus propias sumisas.
— Mírame cuando te hablé.
Volví a alzar mis ojos curiosos, sus facciones eran más rústicas de cerca de lo que se veía, el olor de jabón y fragancia de afeitar llegó a mi nariz. Tenía el cabello recién cortado, de color azabache que contrarrestaba a la maravilla con sus ojos azules.
— ¿Qué hacías tan arriba? —inquirio.
— Me ordenaron limpiar la escalera.
— Nunca llegues hasta aquí...
— No lo sabía. —vuelvo a agachar la mirada hacia su pecho dónde se marcan mis manos húmedas. — Soy nueva, lo siento.
Él se quedó en silencio por un rato. Seguí teniendo su mirada sobre mi.
— Eres la bailarina de ballet. —afirmo.
— Si, señor. Mi nombre es Dafne.
— No me interesa tu nombre. —chasqueo la lengua. — Quítame la camisa.