DIEZ

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Normalidad.
Una palabra sencilla, fácil de pronunciar, difícil de poner en práctica.

-¿Qué te ha dicho el doctor Molins?

Su madre había tardado exactamente siete minutos en preguntárselo. Un
récord. Circulaban ya por Los Ángeles, en busca de la Diagonal, para enfilar primero por la autopista en dirección a casa.

Evan, sentado en solitario en el asiento posterior, se resignó.

-Nada que no te haya dicho a ti.

-Me refiero a cuando estabais solos -insistió la mujer.

-Mamá, ya te lo he dicho: nada.

-Pero si habéis estado un montón de tiempo solos.

-Me hacía pruebas. ¿Tú crees que, cuando un médico te examina, se pone a
hablar por los codos?

-No, pero...

-Además, si me pasara algo, te lo diría a ti o a papá, no a mí.

-Mira, yo es que no entiendo por qué no podemos estar delante cuando...

-Margaret -dijo en un tono de reproche muy claro su marido.

-Mamá, si estás tú, no paras -dijo Evan.

-Ya está -se enfadó ella-. Es normal que quiera saber cómo estás, ¿no?

-¡Pero si es que estoy bien!

-No grites, ¿eh? -se lo dijo con prevención, no con autoridad-. A ver si te va a dar algo.

-¿Lo ves? -Evan miró a su padre por el retrovisor interior-. ¡Estoy bien, así que puedo gritar, enfadarme, hacer lo que quiera! ¡Deja de darle vueltas, por
Dios!

-Vaya, cualquiera diría.
Demasiado tarde. Su madre empezó a llorar.

-¡Oh, no, vamos! -se lamentó Evan.

-Vale ya, Margaret -le dijo molesto su marido-. ¿No ves que así no lo ayudas?
Bueno, ni a él ni a nadie.

-Sí, ya -balbuceó la mujer-. Con lo que he pasado y encima...

Evan iba a decirle que era él quien había estado a las puertas de la muerte, pero logró contenerse. Por mucho que lo irritara la actitud de su madre, y esto no
podía evitarlo, debía acostumbrarse.

Para eso formaban una familia, para compartir lo bueno y lo malo, y más cuando lo malo era muy malo. De hecho, la que estaba ahora enferma, de los nervios, era su madre, y no mejoraba.

Vivía al límite, pero lo peor era que parecía esperar una fatalidad a cada momento. Unos días antes su padre había hablado de llevarla a un psiquiatra.

Se negó en redondo. Dijo que la enferma no era ella, sino su hijo.

-¿Estás bien? -le preguntó el padre de Evan a su mujer.

-Pse -exclamó ella con desidia.

-¿Por qué eres tan fatalista? -quiso saber su hijo.

-No puedo evitarlo, ¿qué quieres que te diga?

-Ya, pero es que te vas siempre al extremo. Cuando papá llega cinco minutos tarde, no piensas en el tráfico o en que se ha podido quedar a hablar con un amigo, o simplemente que tenía más trabajo que de costumbre; tú en seguida
piensas en un accidente. Y cuando Harry se perdió en la montaña y lo encontraron, no dijiste «gracias a Dios» o algo así. No, tú preguntaste: «¿está vivo?». ¿Por qué eres tan pesimista?

-Déjalo, Evan -le recriminó su padre.

-Es más fuerte que yo -se justificó Margaret.

-Pues a los demás nos haces la vida imposible, ¿sabes? Cuando uno está en
un atasco y no puede llamar por teléfono, y encima sufre porque sabe que tú estás sufriendo...

-¿Y yo qué...?

-¡Eh, eh! -las acalló el hombre-. ¿Vais a estar todo el trayecto así?

Se callaron. La mujer, que hasta aquel momento había estado girada hacia
atrás, mirando a su hijo, se puso recta en su asiento delantero y, tras exteriorizar su enfado respirando con fuerza, fingió interesarse por el tráfico. Evan agradeció la determinación de su padre. No quería discutir. Nunca quería discutir. Pero su
madre no lo dejaba en paz, sobre todo desde lo sucedido.

Probablemente jamás la dejaría en paz después de eso.

Y tenía que vivir con ello.

Ya no volvieron a discutir durante el resto del viaje hasta el pueblo, adonde
llegaron en menos de veinte minutos.

Donde esté mi corazón /Jordi Sierra i Fabra- Adaptación Buddie Donde viven las historias. Descúbrelo ahora